La casa se alzaba en la colina, una masa de ladrillo oscuro envuelta en la niebla fría que subía del valle. Era un búnker de aislamiento, el lugar que había elegido para mi retiro forzoso. Sus grandes ventanales prometían vistas, pero solo ofrecían la sensación ineludible de exposición. Mi vida era ahora un escenario iluminado en medio de una oscuridad absoluta.
Al principio, lo atribuí al estrés. Esas sombras fugaces en la periferia de la visión, los reflejos anómalos en el cristal que parecían moverse con intención. Luego vinieron los ruidos secos en el piso de abajo a medianoche, el sonido bajo y gutural de algo pesado que era arrastrado. La casa no estaba vacía; simplemente respiraba lentamente a un ritmo que no era humano.
Comencé a llevar un registro, una secuencia obsesiva de eventos que mi mente racional intentaba desesperadamente desmantelar. Los objetos movidos en la cocina, la puerta del sótano que aparecía sin seguro. No eran bromas domésticas; eran signos de una intrusión metódica, una violación silenciosa de mi santuario.
Una tarde, mientras me vestía, noté la diferencia. Las cortinas de mi habitación, que siempre dejaba corridas para proteger mi intimidad, estaban abiertas de par en par. No había sido el viento; la tela caía en pliegues rígidos que señalaban directamente hacia el bosque. Sentí un frío letal que me recorrió la espalda. Me acerqué, mi corazón era un tambor frenético contra mis costillas, y miré hacia abajo.
Allí, entre los pinos, vi una silueta oscura. No se movía, simplemente existía, una mancha de negrura profunda que absorbía la luz. No pude distinguir rasgos, pero sentí la fuerza de su mirada, un examen frío y desapasionado que me desnudaba por completo. Era un juicio mudo sobre mi vida, mi soledad, mi miedo.
Mi mente entró en un estado de pánico visceral. Era el confrontamiento final. Este ser no venía por mis objetos, ni por mi dinero; venía por el espectáculo de mi terror. Era el vigilante silencioso, el juez implacable que había estado tejiendo la red a mi alrededor.
Cerré las cortinas con una violencia brutal, el estruendo del metal resonó como un disparo. Me encerré en el baño, el único lugar sin ventanas. Pero el miedo no se confinó. Se hizo denso y opresivo, un gas sofocante que me recordaba la verdad: la distancia y la oscuridad eran irrelevantes. La presencia malevolente había penetrado más allá de los muros. Y mientras me acurrucaba en el suelo frío, lo supe: no importa dónde te escondas, nunca se sabe quién está mirando.
