La casa tenía un aliento frío, un vaho antiguo que se pegaba a la piel y prometía el olvido. Desde que el sol se había hundido en un ocaso de ceniza, la atmósfera se había vuelto densa y opresiva. Los niños, o lo que quedaba de ellos, no lloraban ni hablaban; solo se movían.
El juego comenzaba siempre a medianoche, marcado por el golpe seco de un péndulo detenido. Sus siluetas, figuras de hollín en la oscuridad, emergían de los rincones, sus movimientos eran lentos y espasmódicos, como marionetas cuyos hilos fueran manejados por una mano invisible y cruel. No había alegría, solo una repetición mecánica de rituales infantiles pervertidos.
Jugaban al escondite, pero en un silencio tan absoluto que dolía. Yo escuchaba el arrastrar fantasmal de pequeños pies sobre la madera, un sonido espectral que se acercaba y se detenía justo al otro lado de mi puerta. Sus risas no eran de dicha, sino jadeos secos y huecos, como el crujido de huesos rotos.
Lo peor era cuando jugaban a la "mancha". Uno de ellos, el más pequeño, con ojos de azabache que reflejaban el vacío, se acercaba a ti. No te tocaba con la mano, sino con una presencia gélida, una presión invisible que te aplastaba el pecho. Era un frío letal que te paralizaba de terror y te convertía, por un instante eterno, en uno de ellos.
El juego era implacable, el tormento silencioso de almas atrapadas que buscaban arrastrarte a su pesadilla eterna. Yo estaba atrapado en la casa, forzado a ser el espectador de sus juegos nocturnos, en los que la única regla era el horror inmutable.
