El aire del bosque era una pasta fría y pegajosa, impregnada del olor acre de tierra mojada y algo más, algo cárnico y sulfuroso. La luna, apenas una astilla enfermiza en el cielo, se negaba a iluminar la maleza impenetrable. Yo era el cazador, o eso creía, hasta que la quietud absoluta del bosque se rompió con el sonido seco de ramas partidas.
Emergieron de la penumbra abisal, no cuatro, sino una presencia colectiva que me heló la sangre. Eran cerdos, pero antinaturales, bípedos y cubiertos de un pelaje negro y lustroso que absorbía la poca luz. Sus orejas, grandes paletas carmesí, brillaban con una luz interna y maligna, y sus ojos, puntos rojos e incandescentes, me devolvían una mirada de inteligencia cruel y hambre primordial.
Sus hocicos, anchos y rosados, se movían en una agitación grotesca, como si olfatearan mi miedo, mi desesperación creciente. No emitían un sonido, pero la presencia opresiva de su silencio era un clamor mudo y ensordecedor que me paralizó. Comprendí que no estaba ante animales, sino ante los guardianes pervertidos de un lugar maldito, los demonios de la carnada.
El que estaba al frente, el más grande, inclinó su cabeza, y ese simple gesto fue un juicio ineludible. No había necesidad de un grito de batalla; su avance fue una marcha implacable, un alud de negrura y luz roja. Mi rifle cayó al suelo con un golpe inaudible en la alfombra de agujas de pino. Ya no era el cazador. Era la presa acorralada, y el bosque, con sus árboles retorcidos como huesos gigantes, se cerró sobre mí. Había llegado el fin de la caza.
