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martes, 30 de septiembre de 2025

El lamento del pantano

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Zombi ahogado

El pantano de Oakhaven no era un lugar que respirara. Era un bache infectado en la faz de la tierra, una herida abierta que exhalaba un vapor pútrido y pesado. El aire se sentía como un sudario húmedo, y la luz del sol se extinguía al rozar el dosel de cipreses, dejando el suelo en una penumbra eterna. Los nativos hablaban de una maldición antigua, de algo que había sido enterrado vivo bajo el fango y que nunca había dejado de clamar.


Mi expedición, supuestamente científica, pronto se convirtió en un descenso al terror. La brújula giraba enloquecida, las radios solo captaban una estática gutural, y el silencio, el silencio absoluto del pantano, era el primer signo de que habíamos entrado en un dominio no humano. Los únicos sonidos eran el chapoteo viscoso de nuestras botas y el zumbido pertinaz de insectos gigantes, mosquitos de ojos ámbar que parecían observar con inteligencia.


A medida que avanzábamos, el terreno se volvía más traicionero, una alfombra movediza de cieno y raíces retorcidas. Y entonces, escuchamos el lamento. No era un grito, ni un chillido, sino un sonido cavernoso, una onda grave y vibrante que emergía de las profundidades del cieno. Era un clamor de angustia, un eco inmutable de un dolor que se negaba a extinguirse. Era el lamento del pantano.


El sonido te golpeaba el pecho como un puñetazo, te hacía vibrar los huesos. Mi compañero, el doctor Albright, se llevó las manos a la cabeza, su rostro una máscara de pánico. "¡No es aire, es voz!", gritó, con la voz quebrada por la histeria. "¡Es una frecuencia de tortura que está rompiendo algo dentro de nosotros!"


Intentamos retirarnos, pero el pantano no lo permitió. Los árboles, guardias esqueléticos, parecían cerrarse sobre nosotros, y el fango se hizo más voraz, succionando nuestras botas con una fuerza implacable. Y el lamento se intensificó, volviéndose un estruendo constante, un sonido primordial de desesperación y furia.


Encontré el origen en un claro fétido, cerca de un pozo de alquitrán burbujeante. En el centro, parcialmente hundido en la negrura, había un ídolo deforme, una escultura grotesca de piedra y raíces, con una boca abierta en un grito petrificado. Pero no era el ídolo el que clamaba. El sonido venía a través de él, un megáfono del averno que canalizaba una agonía eterna de alguna criatura atrapada bajo la costra terrestre.


El lamento alcanzó una nota final de terror absoluto, una explosión sónica que pareció desgarrar la realidad. Albright cayó, la sangre brotándole de los oídos. Y yo, al borde de la locura, vi cómo la superficie del fango se agitaba violentamente. Algo enorme e informe se movía debajo, respondiendo al llamado.


Dejé a Albright y corrí. Corrí sin dirección, impulsado por un miedo primitivo, mientras el lamento del pantano se clavaba en mi memoria, una prueba sonora de que la tierra guarda horrores que deberían permanecer en el silencio eterno de la podredumbre. Sobreviví, pero la marca del pantano sigue en mí. Cada noche, el sonido bajo y vibrante me llama a volver.

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