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martes, 30 de septiembre de 2025

Cuando las estrellas se tiñen de rojo

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Los Demonios del Frío Bosque

La bóveda nocturna, que siempre había sido un paño de terciopelo tachonado de plata, amaneció una noche con una luminosidad enfermiza. No era el brillo blanco de la luna, ni el tenue destello de las galaxias distantes. Era una luz ígnea y maligna que tiñó el cielo de un tono azafrán oscuro, un color de angustia que se derramaba sobre el mundo. Fue la primera señal, el presagio mudo que anunció el fin de los tiempos apacibles.


En la Tierra, la gente miró hacia arriba con una aprehensión gélida. La ciencia no tenía respuestas; la luz no se ajustaba a ningún espectro conocido. Los astrónomos, con sus rostros pálidos reflejando el fulgor, solo podían emitir balbuceos incoherentes sobre una anomalía cósmica que desafiaba las leyes de la física. Pero yo, al igual que los viejos chamanes de las montañas, supe que era una marca de condena, un fuego espectral que venía a purgar.


A medida que las noches se sucedían, el color se intensificaba. El azafrán oscuro se transformó en un naranja óxido, denso y pesado, que se sentía como una presión física sobre el planeta. Y con el cambio de color, llegó el silencio ensordecedor. Los animales se callaron. Los pájaros dejaron de volar. El viento se detuvo. El mundo quedó atrapado en una quietud absoluta que era más aterradora que cualquier grito.


Fue en ese silencio cuando comenzaron a aparecer las deformidades. Las sombras se alargaron hasta volverse entidades independientes, figuras altas y delgadas que se movían en la periferia de la visión, siempre a un paso de ser vistas por completo. Sus formas eran esqueléticas y angulosas, y aunque no emitían ningún sonido, su presencia opresiva era un clamor mudo que taladraba la mente.


La gente empezó a desaparecer. No en masa, sino individualmente, extraídos de sus camas en la profundidad de la noche, dejando solo un vacío helado y el olor a metal quemado. Nadie intentaba buscarles, porque todos entendían que las sombras habían venido a jugar su juego final.


Una noche, me atreví a mirar por la ventana. El cielo estaba ahora completamente saturado, un rojo oscuro y nauseabundo que se confundía con la noche. Ya no había estrellas; solo una masa palpitante y única de luz enferma. Y en el centro de ese océano de fuego, pude verlos. Las sombras se habían fusionado, formando una gigantesca silueta amorfa que se alzaba sobre el horizonte.


Esa noche, cuando las estrellas se tiñen de rojo, el mundo no terminó con un estallido, sino con una absorción lenta y gélida. La luz roja era la prueba de la invasión, el signo implacable de una entidad que había llegado de un espacio no euclidiano para reclamar la Tierra. Y al cerrar mis ojos, el último sonido que oí no fue un grito, sino el sonido seco de la vida que se extinguía, mientras la oscuridad roja me envolvía.

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