El viejo Miller siempre hablaba de la comadreja. No como un animal de campo cualquiera, sino como una entidad maligna, una sombra escurridiza con una sed de sangre que iba más allá de lo natural. Se decía que habitaba los bosques vetustos que rodeaban su cabaña, un laberinto de árboles retorcidos y zarzas impenetrables donde la luz del sol rara vez penetraba.
"No es un bicho, muchacho", me dijo una vez, con los ojos inyectados de pavor y la voz apenas un estertor áspero. "Es el mal concentrado, una malicia antigua con dientes. Te busca. Te quiere". Yo era joven entonces, y sus palabras me parecían la divagación de un anciano consumido por el aislamiento. Pero la intensidad de su miedo se grabó en mí como una cicatriz latente.
La cabaña de Miller era un esqueleto de madera consumido por la intemperie, un monumento a la desesperación en medio de la naturaleza indómita. Las noches allí eran pozos de oscuridad, rotas solo por el quejido lastimero del viento que se colaba por las rendijas. Fue en una de esas noches, muchos años después, que la leyenda de la comadreja se hizo real para mí.
Estaba solo en la cabaña, habiendo heredado la propiedad de Miller tras su muerte inexplicable (un ataque salvaje de origen desconocido, dijeron los forenses, aunque su rostro mostraba una máscara de terror absoluto). Los sonidos del bosque eran distintos esa noche. No el concierto habitual de grillos y búhos, sino un silencio opresivo, roto por un rasguño rítmico que venía del exterior, cerca, demasiado cerca.
Apagué la lámpara de aceite, sumergiéndome en una tiniebla total. La respiración se me aceleró, un tambor frenético en mi pecho. Los rasguños se volvieron más fuertes, más deliberados, como si una garra afilada estuviera probando la resistencia de la madera. Luego, un sonido gutural, un gruñido bajo y vibrante que no era de animal, sino de una inteligencia depredadora.
Mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y fue entonces cuando la vi. Una sombra alargada y ágil se movía entre los arbustos cercanos a la ventana. Era pequeña, sí, pero su movimiento sinuoso y la frialdad de su presencia llenaban el espacio con un horror visceral. Dos puntos brillantes y hostiles brillaban en la negrura, sus ojos, joyas malignas que me observaban con una avidez inconfundible.
La comadreja. No era un roedor, ni un depredador común. Era la encarnación de la crueldad, la astucia encarnada que acechaba en las leyendas. Sentí una ola de pánico que me invadió, un miedo primitivo que me dejó sin aliento. El cristal de la ventana se agrietó con un estallido repentino, y el frío del bosque se precipitó en la habitación, trayendo consigo el hedor a tierra húmeda y a sangre seca.
La comadreja no entró. Simplemente se quedó allí, sus ojos fijos en mí, una promesa muda de lo que vendría. El rasguño comenzó de nuevo, esta vez en la puerta. Sabía que no había escape. El viejo Miller tenía razón. La comadreja no era un animal. Era el juez de la oscuridad, el verdugo silencioso que había venido a cobrar una deuda antigua. Y esa noche, en la cabaña solitaria, entendí que la verdadera caza no era la mía, sino la de la comadreja, y yo era la presa final.
