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lunes, 14 de abril de 2025

Juega conmigo

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Juega conmigo
Juega conmigo

La lluvia caía a cántaros sobre la pequeña casa de la calle Olmo. La tormenta había comenzado justo cuando Valeria, una niña de ocho años, regresaba de la escuela. Aquel día, su madre había encontrado un viejo muñeco en el desván: un ser de porcelana con ojos desmesurados y una sonrisa inquietante. La figura, vestida con un traje de época, parecía observar a Valeria con una intensidad que la hacía sentir incómoda.

“Juega conmigo”, le susurró el muñeco al caer la noche, cuando la niña se acomodó en su cama con un libro. Valeria se sobresaltó y miró a su alrededor, pero no había nadie más en la habitación. La tormenta rugía afuera, y el sonido del viento hacía que las sombras danzaran en las paredes. Su corazón latía con fuerza, pero la curiosidad pudo más que el miedo.

“¿Cómo te llamas?”, preguntó Valeria, sintiendo la necesidad de romper el silencio que la envolvía.

“Soy Eloy”, respondió el muñeco, su voz suave y melodiosa. “Estoy aquí para jugar contigo”.

Valeria sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero la idea de tener un amigo, aunque fuera de porcelana, la atraía. “¿Qué te gustaría jugar?”, inquirió, intentando mantener la calma.

“Un juego de escondidas”, propuso Eloy, su sonrisa ampliándose de forma inquietante. “Cierra los ojos y cuenta hasta diez. Yo me esconderé”.

Valeria asintió, y con un leve temblor en los labios, comenzó a contar. “Uno… dos… tres…” Mientras sus ojos permanecían cerrados, un escalofrío de anticipación la invadió. La casa parecía estar viva, los ruidos de la tormenta se mezclaban con sus latidos.

“Diez”, dijo finalmente, abriendo los ojos. El muñeco había desaparecido. Sintiendo un nudo en el estómago, Valeria comenzó a buscarlo. Miró debajo de la cama, en el armario, pero Eloy no estaba en ninguna parte.

“¿Dónde estás, Eloy?”, llamó, su voz temblorosa resonando en la oscuridad. No hubo respuesta. La inquietud creció en su interior, y un pequeño grito se ahogó en su garganta.

Justo cuando estaba a punto de rendirse, escuchó un susurro a sus espaldas: “Aquí estoy”. Valeria se giró y su corazón se detuvo por un instante. Eloy estaba de pie en la esquina de la habitación, pero algo había cambiado. Sus ojos, antes inertes, ahora brillaban con una intensidad aterradora. La sonrisa que adornaba su rostro parecía haber cobrado vida, y su piel de porcelana reflejaba la luz de manera inquietante.

“¿No quieres jugar más?”, preguntó Eloy, dando un paso hacia ella. “Siempre he estado solo. Siempre he querido un amigo”.

Valeria retrocedió, pero la pared le detuvo. “No… no puedo jugar contigo”, balbuceó, aterrorizada.

“¿Por qué no?”, replicó el muñeco, acercándose lentamente. “Sólo quiero que seamos amigos. Jugar es tan divertido…”. Su voz se tornó más profunda, más amenazante.

La niña se dio cuenta de que el juego había tomado un giro oscuro. “Eloy, déjame ir”, suplicó, sintiendo cómo el terror la envolvía.

“Pero ya estamos jugando, Valeria”, respondió el muñeco, su sonrisa ahora era una mueca de locura. “Y nunca dejaré que te vayas”.

Con un grito ahogado, Valeria corrió hacia la puerta, pero esta estaba cerrada. Con cada paso que daba, sintió cómo la risa siniestra de Eloy resonaba en su mente. “Juega conmigo, Valeria”, decía, acercándose cada vez más, mientras la tormenta rugía afuera.

La niña se quedó atrapada en su propia pesadilla, el eco de su risa resonando en la oscuridad, mientras el muñeco se abalanzaba sobre ella, y la habitación se sumía en un silencio aterrador. La lluvia seguía cayendo, pero dentro de la casa, el juego apenas comenzaba.

Y así, en la quietud de la noche, Valeria se convirtió en parte del eterno juego de Eloy, un nuevo amigo que nunca dejaría de jugar.

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