La luna de sangre colgaba en el cielo, una moneda carmesí que teñía el mundo en tonos de rojo y negro. El aire, denso con el olor de la tierra húmeda y las hojas secas, traía consigo una advertencia sombría. La leyenda era tan antigua como las montañas que se alzaban en la distancia: en las noches de luna de vampiros, las criaturas de la noche salían a cazar, no por hambre, sino por deporte. Se deleitaban en el miedo puro que provocaban.
La casa de mi abuela se sentía como una jaula. Las ventanas estaban cubiertas con gruesos mantos de terciopelo negro y las puertas reforzadas con candados. Pero sentía que no era suficiente. Había una presencia opresiva afuera, un sentimiento de acecho. Los grillos se habían callado, y el viento ya no producía un sonido. Era un silencio absoluto, el tipo de silencio que solo ocurre cuando algo malvado está cerca. Pude sentir un escalofrío helado en mi nuca, como si una mano invisible estuviera acariciando mi piel.
De repente, un fuerte golpe sacudió la puerta principal. No era un golpe normal, era el sonido de un impacto sólido y poderoso, como si una roca inmensa hubiera sido arrojada contra ella. Me acerqué a la ventana y, con cuidado, moví un poco el terciopelo. Vi una silueta en el porche, una figura alta y delgada. Sus ojos brillaban como dos puntos de luz roja en la oscuridad. Tenía garras largas y afiladas que arañaban la puerta. De su boca, un gruñido grave y profundo desgarró el silencio de la noche. Era el sonido de la pura maldad. La criatura levantó una de sus garras y con un movimiento rápido la clavó en la puerta. De la madera brotó un líquido oscuro que no era sangre, era puro terror. La criatura me sonrió con una hilera de dientes afilados y blancos. Una risa estridente y cruel se apoderó de la noche. Retrocedí, sabiendo que la puerta no tardaría en ceder. Y cuando cayera, mi destino estaría sellado bajo la luz de esa luna de vampiros.
