El viejo reloj de la pared dio la medianoche con un estruendo oxidado que resonó en el silencio de la casa. Era una mansión abandonada hace mucho tiempo, una reliquia de un pasado olvidado que nadie se atrevía a visitar. Mi hermano, en un intento de demostrar su valentía, me había retado a pasar una noche en este lugar. La luna llena, una esfera pálida y fantasmal, se asomaba por las ventanas rotas, arrojando una luz plateada sobre el polvo. El aire en el interior era pesado y frío, con un olor a moho y a desesperación añeja.
De repente, una melodía lúgubre llenó el aire. Era una música de piano, desafinada y melancólica, que parecía provenir de un rincón de la mansión. Mis manos se pusieron frías y el miedo se instaló en mi pecho, sintiéndose como un puño de hierro. Me adentré en la oscuridad, moviéndome hacia el origen del sonido, hacia la sala de música, donde un viejo piano de cola yacía cubierto de una sábana blanca. La música continuaba, pero las teclas no se movían. Era una ilusión de sonido que se sentía real. Una sensación de presencia helada me envolvió, era como si una mano invisible se posara en mi hombro.
Un escalofrío me recorrió la espalda. De la penumbra de la habitación, una figura pálida y translúcida emergió, flotando sobre el piso. Era la silueta de una mujer con un vestido de época y el pelo atado en un moño. Su cara estaba oculta en las sombras, pero sus ojos brillaban con una luz fantasmal de dolor y tristeza. Ella me miró, y pude sentir su historia: era la dueña de la casa, una mujer que había perdido a su amor y a su familia, obligada a vagar eternamente por los pasillos de su antigua vida. Ella no me hacía daño, pero su melancolía era contagiosa, una pena profunda que se me adhería. Una lágrima de hielo rodó por mi mejilla, no era mía. La desesperación sin fin de la mujer era una carga que ahora compartíamos, un sufrimiento que me perseguiría mucho después de que saliera de esa casa.
