La granja era un punto negro en la llanura helada, un conjunto de edificios de madera que exhalaban un vaho grisáceo bajo el cielo sin luna. Nos habíamos refugiado allí de la tormenta, buscando un consuelo momentáneo, pero encontramos una quietud antinatural y un hedor a heno rancio mezclado con algo metálico, algo que olía a muerte y óxido.
El establo, el corazón de la granja, era un gigante de tablas podridas. Al entrar, el aire se hizo espeso y opresivo, un manto de frío que no venía del exterior. La única luz procedía de un farol que colgaba precariamente, proyectando sombras espectrales que se movían con una autonomía siniestra. Los pesebres estaban vacíos, pero sus comederos, de madera vieja y astillada, estaban manchados de un marrón oscuro y seco.
No había ganado, pero sí huellas grandes y amorfas en el suelo de tierra, unas marcas que no correspondían a ninguna pezuña conocida. Parecían pies descalzos y gigantescos, arrastrados con un peso inmenso. El doctor Graves, mi compañero, un hombre de razón férrea, comenzó a temblar. "No me gusta esto," articuló, su voz quebrada por una emoción que no era la del miedo, sino la de la repugnancia visceral.
De repente, un golpe seco y rítmico provino del fondo del establo, un sonido sordo y constante que resonaba en la bóveda de madera. No era el viento, sino algo intencional y mecánico. Nos acercamos con cautela, nuestros pasos eran un chapoteo temeroso en el barro seco.
Lo que encontramos en el último cubículo desafió toda lógica. Un montón de paja retorcida, casi como un nido, se alzaba hasta el techo. Y dentro, estaba la cosa. Era humano, sí, pero horriblemente distorsionado, su piel era blanca y tensa, y sus extremidades estaban atrofiadas y dobladas en ángulos imposibles. Su cabeza era demasiado grande, y su boca, un agujero negro y húmedo, se abría en un lamento mudo.
Pero lo más perturbador eran sus ojos: dos orbes de azabache que se movían con una rapidez febril, clavados en nosotros con una inteligencia desesperada. El sonido rítmico era su respiración, o lo que fuera que usara para ello, un estertor de fuelle que parecía agitar el aire. Estaba atrapado en el pesebre, fundido con la paja y la suciedad, un ser vivo que había crecido y se había deformado en ese confinamiento.
Graves gritó, un aullido agudo y lastimoso que murió en el aire denso. El ser del pesebre extendió una mano deforme, un apéndice con uñas largas y amarillentas, no para atacarnos, sino como un ruego desesperado. Comprendí entonces la terrible verdad: la granja no era un refugio, sino una prisión ancestral. Y al mirar a esa criatura sufriente, atrapada en la cuna de la miseria, entendí que no se podía escapar del horror biológico de su nacimiento. Habíamos entrado en un lugar donde no hay escape del pesebre, solo la lenta y espantosa espera de la noche.
