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domingo, 5 de octubre de 2025

La mujer de la carretera

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La mujer de la carretera

La carretera 17, a través de los páramos de Nebraska, no era un camino, sino una cicatriz de asfalto en el rostro pálido de la medianoche. Yo conducía sin rumbo, huyendo de una realidad insoportable, buscando la amnesia temporal que solo el motor constante y la soledad absoluta podían ofrecer. El cielo era un pozo de negrura sin estrellas, y los faros de mi coche eran dos ojos amarillentos que apenas podían perforar la tiniebla espesa.


Fue en el punto más desolado, donde el horizonte se curvaba en un abismo de oscuridad, que la vi. La Mujer. Estaba parada al borde del arcén, bañada por mis luces, una silueta incongruente con el paisaje. Vestía un traje de novia desgarrado, de un blanco sucio que parecía reflectar la mugre de la noche. Su cabello, largo y enmarañado, cubría parcialmente un rostro que, incluso a la distancia, parecía un lienzo de dolor.


Frené bruscamente, el miedo era un golpe seco en el estómago. La cortesía, el último vestigio de mi humanidad, me obligó a bajar la ventanilla. "¿Necesita ayuda?", pregunté, mi voz sonaba hueca en el silencio circundante. Ella no se movió. Su cabeza, inclinada hacia el suelo, se levantó con una lentitud espantosa.


Sus ojos no eran normales. Eran agujeros de oscuridad, pero en el centro brillaba una luz espectral de un amarillo verdoso, como la fosforescencia de la putrefacción. La boca, de un tono violáceo, se abrió, pero no emitió un sonido de voz. Solo un jadeo grave y sordo, un estertor de ahogado que venía de muy profundo, un clamor mudo de angustia.


El aire se llenó de un frío letal, un aliento glacial que no era el de la noche, sino el de la tumba. Sentí que la estructura de mi realidad se agrietaba. No era una persona; era una aparición tangible, un fantasma con masa. Las manos que colgaban a sus costados eran oscuras y deformes, con dedos largos y retorcidos que parecían garras.


Instintivamente, aceleré. La Mujer no me persiguió con pasos, sino con la velocidad de la intención. Al mirar por el espejo retrovisor, vi que se movía, flotando sobre el asfalto con una gracia macabra, acercándose con una rapidez imposible. Su rostro de espectro se hizo más grande, más claro, una máscara de desesperación eterna y rabia.


El motor de mi coche era un rugido inútil contra el silencio implacable que ella traía consigo. Sentí que mi mente se desgarraba al tratar de procesar la visión. La Mujer no quería mi ayuda; quería mi compañía en el abismo. Era el símbolo ineludible de la tragedia que se negaba a ser olvidada, un ancla viviente del dolor que la carretera 17 guardaba. Aún hoy, al despertar en el frío del amanecer, el eco de su silencio me recuerda que en aquella luz fantasmal, no hubo escape de la mujer de la carretera.

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