El viejo teatro de la ópera se alzaba como un mausoleo de mármol, su fachada blanca y esquelética desollada por el tiempo y el olvido. Se decía que la última función había terminado en una tragedia inenarrable, un incendio voraz que no solo consumió la estructura, sino también a un centenar de almas que ahora formaban parte del elenco fantasmal del edificio. Yo entré buscando restos de arte, pero encontré el frío petrificado de la muerte.
El escenario era el corazón putrefacto del lugar, un tablado gigantesco inclinado y cubierto de un polvo denso que parecía absorber la poca luz que se filtraba por el tragaluz roto. El aire era espeso y rancio, cargado con el aroma a terciopelo mojado y metal oxidado. Los palcos, jaulas de sombra, me observaban con la mudez de un juicio.
De repente, la quietud absoluta del teatro se rompió. No fue un sonido, sino un movimiento lento y espasmódico que vino del fondo del escenario. La cortina de terciopelo, antaño púrpura real, ahora un pardo mohoso, se agitó con una oscilación antinatural, como si una mano invisible y pesada la hubiese empujado.
Y luego, las figuras emergieron. No eran espectros gaseosos, sino entidades densas, vestidas con trajes de época desgastados y putrefactos. Eran los bailarines, la compañía condenada. Sus rostros eran máscaras de cera fundida, sus ojos, agujeros profundos y vacíos, reflejaban una desesperación eterna.
Comenzaron a bailar. No era un baile de alegría, ni siquiera de lamento, sino una coreografía de la agonía. Sus movimientos eran rígidos y dolorosos, cada giro, un crujido seco en sus articulaciones. Era la danza de la desolación, la repetición interminable de un instante de terror. Un hombre, con el torso hundido, giraba a una mujer cuyo vestido parecía adherido a su piel, en una unión grotesca.
Sentí el horror físico del espectáculo. No había música, pero cada arrastrar de pie sobre la madera, cada golpe sordo de una caída, componía una sinfonía de la miseria que me taladraba los oídos. Su presencia opresiva llenaba el espacio, y entendí que su baile no era para ellos; era para mí. Yo era el último espectador, el testigo involuntario de su condena eterna.
Me levanté para huir, pero mi cuerpo estaba paralizado por el pánico. La figura principal, una bailarina cuya cabeza colgaba de un ángulo imposible, se detuvo y fijó sus cuencas vacías en mí. No emitió voz, pero el clamor mudo de su desolación fue una orden ineludible. Me invitaba a unirme a la danza, a ser parte de la función eterna. Huí, dejando atrás el teatro de la tortura, pero la danza de la desolación se grabó en mi mente, una memoria dolorosa de la belleza pervertida por el espanto.
