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miércoles, 8 de octubre de 2025

El bosque de las almas perdidas

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El bosque de las almas perdidas

Mi expedición comenzó con la arrogancia de la juventud y el desprecio por las leyendas locales. Los ancianos de la aldea habían advertido sobre el manto de olvido que envolvía sus profundidades, sobre las almas atrapadas que vagaban sin descanso.


Apenas crucé el umbral de las últimas hayas, el mundo cambió. El aire se hizo denso y opresivo, un peso invisible que dificultaba cada respiración. La quietud del bosque no era paz; era un silencio depredador que absorbía el sonido de mis propios pasos. Los troncos de los árboles, columnas negras y retorcidas, se erigían como testigos mudos de incontables tragedias, sus ramas entrelazadas en un gesto de condena eterna.


Avancé, guiado más por el pánico creciente que por el mapa que ya no tenía sentido. El suelo era un colchón esponjoso de musgo y hojas podridas, y pronto noté las huellas: no de animales, sino de pies descalzos y ligeros, que se movían en círculos caóticos. Eran las marcas de la desesperación, los rastros torturados de aquellos que se habían perdido antes que yo.


Entonces, el primer sonido. No una voz, sino un gemido profundo y vibrante que no venía de una dirección fija, sino de todas partes a la vez. Era un lamento gutural, un eco inmutable de la pena que resonaba en la médula. Eran las almas, no como fantasmas etéreos, sino como una fuerza atmosférica de dolor. Sentí que se apiñaban a mi alrededor, una presencia opresiva que me tocaba con un frío letal.


Vi las manifestaciones. Figuras pálidas y distorsionadas que se movían a la velocidad de la percepción, siempre en el límite de mi visión. Eran siluetas de angustia, con rostros desdibujados por el tormento, vestidas con harapos que parecían hechos de niebla grisácea. Su tristeza era tangible, un frío que quemaba. Uno de ellos, un niño con ojos de azabache, se detuvo y extendió una mano espectral hacia mí, un ruego mudo por liberación.


El bosque se convirtió en una cámara de tortura. Las figuras me acorralaban en el silencio, su lamento sin voz taladrando mi mente. Ya no intentaban huir; ahora, me invitaban a unirme a su sufrimiento colectivo. Comprendí la verdad de Harroway: no era un lugar que mataba el cuerpo, sino un purgatorio vegetal que robaba el alma y la condenaba a una marcha eterna.


Al final, me arrastré fuera, roto y tembloroso, dejando atrás un pedazo de mí. Miré hacia los árboles, donde la oscuridad era más densa, y escuché el clamor ensordecedor de la pena que me llamaba a volver. Sobreviví, pero la marca de la tristeza sigue en mí, la prueba viviente de que el Bosque de las Almas Perdidas no es un mito, sino una realidad desesperante de la que no hay escape.

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