Adrian despertó al borde del terror. No fue un despertar suave, sino un zarpazo violento de la conciencia en medio de la oscuridad profunda. Inicialmente, pensó que el dolor en la cabeza era la resaca de una mala noche, pero pronto se dio cuenta de la opresión. Había una presión inmensa sobre él; algo lo mantenía apretado, inmóvil.
Estaba acostado de espaldas. Intentó mover los brazos, pero solo logró un temblor inútil en los dedos. Intentó levantar la cabeza y su frente chocó con una superficie áspera y fría a pocos centímetros de su rostro. El aire denso y viciado entraba a sus pulmones con dificultad, transportando un olor a moho viejo y tierra húmeda. La realidad, un destello aterrador, lo golpeó: estaba encerrado.
No en una caja cualquiera, sino en su propio ataúd.
El pánico se desató como un incendio químico en su pecho. Un pánico ardiente que no podía exteriorizar. Su cuerpo entero estaba atrapado en la parálisis total, un cruel regalo del destino que le había permitido despertar justo a tiempo para su propio entierro. Intentó gritar, mover la mandíbula, pero solo pudo emitir un gemido ahogado que apenas resonó contra la tapa de madera sobre él. Se sentía inútil.
Los segundos se estiraron en horas. El frío se filtraba desde el suelo, subiendo por su espalda. Adrian se concentró en los sonidos externos. No era el sonido sordo de la tierra. Eran ruidos metálico y distantes. El arrastrar de cadenas por una superficie de piedra, resonando con una cadencia regular. Luego, escuchó voces, lejanas y bajas, como rezos incomprensibles de algún rito antiguo. Comprendió que no estaba bajo tierra; estaba en un sótano, una cripta, o peor, una estructura abandonada.
Los ruidos se acercaron. Sintió un escalofrío. La humedad pegajosa de la madera se sentía como sudor. La sed insoportable comenzó a dominar su mente, desplazando brevemente al miedo. El verdadero infierno no era la muerte, sino el tormento de la conciencia en un cuerpo que se negaba a moverse. Esta era la tortura diaria.
De pronto, un tenue rayo de luz cortó la oscuridad. No venía de la tapa, sino de una grieta lateral del contenedor, indicando que el ataúd no había sido sellado correctamente. Girando sus ojos, lo único que aún podía mover, vio. Vio un grupo de figuras encapuchadas moviéndose alrededor de lo que parecía ser una mesa de piedra. No estaban de luto. Estaban celebrando. El aire se llenó con el hedor a carne cocinándose lentamente.
Adrian intentó mover su ojo derecho para ver mejor a través del pequeño orificio. Una de las figuras se separó del grupo. Era más alta que las demás, y caminaba con una sombra larga que se proyectaba por el muro. Se acercó directamente al ataúd.
El visitante se detuvo justo encima. Adrian sintió cómo la figura se inclinaba. Luego, la madera fue golpeada tres veces, suave pero firmemente. Toc-toc-toc.
La figura conocía la verdad. Sabían que estaba completamente consciente.
Adrian percibió una leve vibración en la madera. Una voz rasposa, amplificada por la cercanía a la grieta, pronunció: "¿Sabes, Adrian? Lo más interesante de este lugar no es que no te dejemos morir, sino que no te dejaremos escapar de tu propia mente. El juego macabro apenas comienza". La voz se rió, un sonido malicioso y profundo.
La verdad revelada lo paralizó más que el veneno que le habían inyectado. Este era su destino: ser un rehén, vivo pero lúgubre, para siempre consciente. Adrian cerró los ojos, concentrándose en el único signo de vida que le quedaba: la respiración lenta. Lo hicieron a propósito. Por una razón que no podía comprender, su existencia era más valiosa para ellos así. Una sentencia cruel y una agonía sin fin.

