Iñigo Cruz era un hombre acostumbrado a la soledad y a la fuerza de la naturaleza. Su trabajo como observador meteorológico en la Estación 42, el campamento metálico anclado a más de cuatro mil metros en la cordillera, lo obligaba a ello. Pero desde que una tormenta invernal había aislado la base hace diez días, el viento no era normal. Era brutal.
El sonido era constante, un aullido penetrante que hacía vibrar las paredes de titanio. Durante las horas de la oscuridad total, Iñigo notó algo extraña en el patrón de las ráfagas. No eran aleatorias; parecían formar un patrón repetitivo, una especie de código sonoro. Era como si la atmósfera hostil estuviera jugando con él.
Una tarde, mientras miraba por la ventana triple reforzada, vio el polvo de nieve bailando en la luz pálida del atardecer. El remolino, por un momento, dejó de ser caos y se consolidó en una danza siniestra. Iñigo contuvo la respiración al ver que la nieve y el aire formaban una silueta definida. No duró más de un rápido segundo, pero fue suficiente. Había tomado la forma exacta de una silla abandonada que estaba a cincuenta metros.
La sensación perturbadora se convirtió en certeza al día siguiente. Salió brevemente para revisar los sensores exteriores, atado a la estructura por una fuerte cuerda. Al volver, vio por la mirilla que la la fuerza invisible había tomado la forma de un perro. Era una figura humana de aspecto torcido y demasiado alta, que se movía a trompicones.
El terror escaló a el terror punzante cuando el viento comenzó a imitar rostros. Primero, el rostro de un colega que había muerto el año anterior en la montaña. Luego, el rostro de su madre, con una expresión de dolor y desesperación insoportable. Iñigo se sentía enfermo. El viento no solo imitaba, sino que parecía manifestar el dolor pasado.
Intentó contactar a la central, pero la radio principal estaba muerta. El generador funcionaba, pero las transmisiones no pasaban de un zumbido bajo. Estaba atrapado sin la ayuda prometida, solo con aquella sombra maleable que lo acechaba.
Una noche, Iñigo estaba tomando café amargo en la cocina cuando escuchó el golpe seco en el módulo principal. No era el viento contra el metal; era algo sólido y pesado, como un puño. Se acercó a la puerta de la esclusa de entrada. El ojo de buey estaba cubierto por un bulto irregular.
Al retirar el pañuelo de la mirilla, Iñigo vio la presión aterradora. El viento había cobrado una figura humana completa. No era un fantasma de aire; era una masa inhumana y oscura de aire y nieve compactados, presionando el vidrio hasta deformarlo. Donde debían estar los ojos, solo había un vacío abisal.
La entidad se inclinó. Lentamente, la boca se formó: una boca abierta, alargada y retorcida, que parecía estar gritando el nombre de Iñigo. Este gesto de agonía fue la gota que colmó el vaso. Iñigo entendió que el viento tenía conciencia, y que estaba a punto de forzar la puerta reforzada para terminar con su tortura diaria.
Se sentó en el suelo, abrazando sus rodillas. El último pensamiento que cruzó su mente, antes de escuchar el último y fuerte crujido del metal cediendo, fue que su presencia allí había servido solo para darle a un final terrible a la nada.

