Jerónimo aceptó el puesto de guarda en el antiguo camposanto de Vallelargo por necesidad. Era un lugar sombrío, lleno de lápidas inclinadas y ángeles de piedra con rostros desfigurados por el tiempo. La paga era buena, considerando que su única tarea era realizar una ronda de vigilancia a medianoche. Jerónimo era un hombre práctico, y su lógica terrenal no daba cabida a fantasmas.
Las primeras semanas fueron monótonas y largas. Solo se escuchaba el crujido de la grava bajo sus botas y el lamento lejano de un búho. Llevaba su linterna potente, que perforaba la oscuridad espesa como un faro. Pero la noche del solsticio de invierno, esa rutina se rompió.
Mientras pasaba por la sección más vieja, donde los sepulcros eran casi ruinas, vio algo. No era una forma indistinta ni una ilusión óptica. Era una figura definida, de pie junto a un ciprés gigante. Vestía ropa blanca y anticuada, y su cabello, oscuro como la noche, caía sobre sus hombros delgados.
Era la Dama Blanca, la leyenda que los borrachos locales contaban para asustar a los niños.
Jerónimo se detuvo. Su corazón comenzó una carrera frenética contra sus costillas. A diferencia de las historias, esta figura no flotaba; parecía pisar ligeramente la tierra. No se movía. Solo miraba hacia una tumba sin nombre, marcada apenas por una cruz de madera.
Tomó aire, y por un acto de puro desafío, levantó la linterna para iluminar su rostro de mármol. La luz impactó directamente contra la Dama. Pero ella no parpadeó. Y su rostro... no tenía rasgos. Era una superficie lisa, perfectamente blanca, sin ojos, nariz ni boca. Era como si un escultor novato hubiera abandonado su trabajo a medio hacer.
El terror de lo incomprensible era superior al miedo a un simple espectro. Jerónimo sintió una punzada fría en su espina dorsal. De pronto, la Dama Blanca se giró hacia él. No caminó; se deslizó por el terreno irregular.
Un instante después, la figura estaba a pocos metros. Jerónimo no pudo gritar. El aire se sentía pesado y denso. Notó que el frío que ella irradiaba no era ambiental, sino que venía de una ausencia total de calor.
Alcanzó a ver que, en el lugar donde deberían estar sus manos, tenía muñones vendados. Y entonces, de la superficie blanca de su rostro, brotó una grieta negra, como un lápiz trazando una línea. Se formó una boca.
De esa línea oscura salió el sonido. No era una voz, sino una risa seca, rota, como vidrio pulverizado. Jerónimo supo que ese sonido infernal era el último que escucharían sus oídos mortales. Corrió sin mirar atrás, abandonando la linterna y el puesto, jurando no volver a acercarse a ese lugar de dolor eterno.

