El asilo de Ancianos "El Buen Descanso" no tenía nada de bueno ni de descanso. Era un edificio mohoso en las afueras, olvidado por las autoridades locales y administrado por un personal indiferente. Su fachada de ladrillo desmoronado era una promesa rota de cuidado. El aire dentro era denso y olía a cloro viejo y miseria.
Arturo, el nuevo auxiliar de enfermería, duró tres turnos. La primera señal de que algo andaba mal fue la falta de animales domésticos. En otros asilos había gatos o perros; aquí, solo el silencio de los pasillos.
En su segundo turno, Arturo conoció a la residente más vieja, la señora Eugenia. Estaba postrada en una cama de metal oxidado. Cuando Arturo le trajo la cena, ella no comió. En cambio, levantó un dedo tembloroso y señaló la esquina oscura del cuarto.
"Están ahí," dijo con una voz áspera, casi un graznido. "Los animales."
Arturo encendió la luz de la mesita, pero solo vio un montón de sombras. "¿Qué animales, señora Eugenia? ¿Quiere un peluche?"
Ella sacudió la cabeza, lentamente y con esfuerzo. "No tienen piel. Están pelados. Son animales sarnosos de huesos."
En su tercer turno, mientras limpiaba la sala común, Arturo vio el primer signo físico. El suelo, bajo una alfombra raída, estaba rayado con marcas profundas, como si algo con garras muy fuertes hubiera intentado excavar.
Esa noche, el ruido comenzó. No era un simple rasguño. Era un sonido constante de arrastre, como si cuerpos deformes se estuvieran moviendo por los ductos de ventilación. Provenía del techo, luego de la pared y, finalmente, de debajo de las viejas camas.
Arturo usó su linterna. Bajo la cama de un residente durmiente, vio algo moverse. Era una criatura pequeña, encorvada y sin pelo. Tenía la piel escamosa y la forma de un perro, pero sus extremidades eran demasiado largas, casi humanas. Estaba royendo un trozo de hueso que Arturo no quería identificar.
El miedo le invadió con una potencia brutal. Encendió todas las luces, pero las criaturas se movieron más rápido a la luz que a la sombra, deslizándose en las grietas profundas de las paredes. Eran docenas, tal vez cientos, todas famélicas y con ojos amarillentos.
Arturo salió corriendo. Nunca regresó a recoger su última paga. Días después, la prensa reportó la desaparición misteriosa de varios residentes del asilo. El edificio fue clausurado. Los reportes oficiales hablaron de abandono extremo y de plagas de ratas. Pero Arturo sabía la verdad: los animales sarnosos habían llegado para reclamar lo que quedaba de aquellas almas olvidadas.

