Era un mueble imponente, una masa de roble oscuro que dominaba la habitación con una presencia gélida. No lo compramos; apareció una mañana en el rellano de nuestra nueva casa, un regalo anónimo de madera vetusta y herrajes de bronce que parecían ojos ciegos. Desde el primer momento, el armario exhaló un aliento rancio, un vaho de naftalina y algo más, algo que olía a encierro y olvido.
Mi hija, Clara, fue la primera en sentir su atracción maligna. Jugaba frente a él, no con la alegría habitual, sino con una quietud antinatural. Yo la escuchaba hablar, pero no me dirigía la palabra a mí, sino a la superficie pulida de la madera. Sus monólogos eran vacíos, un balbuceo incoherente que siempre terminaba con un golpe seco en la puerta del armario.
Una noche, el silencio opresivo de la casa me despertó. La cuna de Clara estaba vacía. La puerta del armario, que yo juraba haber cerrado, estaba ligeramente entreabierta, una boca de sombra invitando a la perdición. Un escalofrío intenso me recorrió la espalda, y un miedo primitivo me inmovilizó por un instante.
Al acercarme, no escuché llantos, ni risas, solo un silencio absoluto que parecía absorber la luz de la lámpara que llevaba. La madera se sentía fría y húmeda al tacto, como la piel de algo que respira lentamente. Abrí la puerta de golpe, el crujido áspero de las bisagras resonó en la habitación como un grito de agonía.
El interior no era solo oscuridad. Era un abismo denso, una negrura palpable que se extendía más allá de lo que debería ser el fondo del mueble. No había ropa, solo el eco lejano de una risa hueca y gutural que no era la de Clara. Y luego, vi el pelo. Un mechón delgado y pálido asomaba por una esquina interior, junto a un fragmento de tela deshilachada de su pijama.
Intenté meter la mano, pero una fuerza invisible y gélida me repelió. El aire que salía del interior era tóxico y pesado, un aliento de podredumbre que me hizo retroceder. Y fue entonces cuando la entendí. El armario no era un lugar para guardar cosas; era un portal voraz, una trampa de madera para las almas.
Cerré la puerta de golpe, el sonido brutal hizo temblar la habitación. A partir de esa noche, el armario se convirtió en un guardián de pesadilla. Su presencia opresiva llenaba la casa. Por las noches, escuchábamos los rasguños leves y rítmicos en el interior, un clamor mudo que era el lamento de mi hija y de todos los que habían sido absorbidos. El armario es un monumento al vacío, un recordatorio constante de que la oscuridad no solo está fuera, sino que puede manifestarse en el objeto más mundano, y que no hay escapatoria de su hambre de madera y sombra.
