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jueves, 25 de septiembre de 2025

Entre sombras y muros

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Entre sombras y muros

El frío pétreo de la abadía se incrustaba en mis huesos, una agonía constante que no era solo del cuerpo, sino del alma. Las paredes de piedra, testigos mudos de siglos de secretos y tormentos, parecían respirar un aliento rancio de olvido y desesperación. Cada grieta era una boca silente que se negaba a revelar las atrocidades contenidas.


Por las noches, la oscuridad no era meramente la ausencia de luz; era una entidad tangible, un manto opresivo que se cernía sobre todo. Los pasillos, venas de penumbra, se retorcían en el laberinto de la antigua estructura, y a menudo me perdía, no por falta de orientación, sino por una sensación ineludible de que los muros mismos se movían, reacomodándose en el pavor.


No había sonido. O, más bien, el silencio era tan profundo y absoluto que se convertía en su propia forma de clamor, un vacío ensordecedor que te obligaba a escuchar los latidos de tu propio corazón como golpes de tambor fúnebres. A veces, creía percibir una presencia inmaterial, un rasgo gélido que pasaba junto a mí, o la sensación fantasmal de que alguien me observaba desde las profundidades abisales de los rincones más oscuros.


Los monjes decían que eran las almas errantes, los guardianes espectrales de los antiguos ritos. Pero yo sentía algo más antiguo, más malévolo, una fuerza primordial que habitaba la piedra misma. Las estatuas, con sus rostros desfigurados por el tiempo, parecían cobrar vida, sus ojos de mármol clavándose en mí con una malicia ancestral.


Cada amanecer, el sol luchaba por penetrar los vitrales emplomados, proyectando manchas de luz enfermiza que apenas disipaban la tiniebla perenne. Y yo, atrapado entre aquellas sombras eternas y los muros implacables, sentía cómo la cordura se deshilachaba, como un tapiz viejo y carcomido, mientras el horror implacable de la abadía se adueñaba de mí, lentamente, irrevocablemente.

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