El recuerdo se aferró a mí como un tentáculo pegajoso, una presencia opresiva que no me dejaba respirar. No era un espectro, ni una sombra, sino una imagen grabada a fuego en la retina de mi mente: aquel rostro. Un lienzo de piel surcado por grietas de dolor, una máscara distorsionada de furia y agonía.
En mis noches de insomnio, lo veía. No era un fantasma que se materializara, sino un espejismo de la memoria que se hacía real. Sus ojos, dos pozos de oscuridad, me devolvían una mirada de horror primordial, de un sufrimiento tan vasto que parecía abarcar el universo entero. La boca era un abismo desgarrado, un pozo de gritos ahogados del que brotaba una niebla carmesí que manchaba todo a su alrededor.
La gente me decía que era una pesadilla, un eco del pasado. Pero yo sabía que era más. Era la huella indeleble de un encuentro, una cicatriz que latía en la superficie de mi alma. Cada noche, me perseguía. El eco ensordecedor de su dolor resonaba en la quietud de mi habitación, y me retorcía en la cama, atado por un frío paralizante que emanaba de aquella visión abominable.
No había forma de escapar. El rostro estaba allí, un demonio personal que se alimentaba de mi cordura. Era la prueba viviente de que el horror no se encuentra en las tumbas ni en los monstruos de los cuentos, sino en la violencia del alma que se imprime en el rostro de quien la padece. Y esa imagen, aquella marca indeleble de terror, era un rostro que no olvidas.
