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| El Abismo que Nos Mira |
La niebla se arrastraba baja y espesa, un manto gris que envolvía las casas decrépitas del pueblo costero de Oakhaven. Un silencio inquietante, roto solo por el chirrido de las bisagras oxidadas y el susurro del viento, se cernía sobre todo. Los habitantes, unos pocos y desolados sobrevivientes, permanecían en sus hogares, temblando no solo de frío, sino de un terror profundo que se había instalado en sus huesos. Había llegado Él.
Durante generaciones, la leyenda del monstruo había circulado como un susurro en la oscuridad, un ser de pesadilla con cabeza de hombre y cuerpo de pulpo, una abominación insondable llegada de las profundidades. Lo llamaban Dagon, o al menos, así lo susurraban los más antiguos, sus ojos ardiendo con un reflejo de la locura. Muchos lo habían descartado como una superstición, hasta esta noche.
Esta vez, Él no se ocultaba en las profundidades del mar. Esta vez, se erguía en medio del pueblo, una colosal figura oscura que eclipsaba las casas y abrumaba a los pocos que se atrevían a mirarlo. Sus numerosos tentáculos grises se ondulaban como serpientes monstruosas, sus ojos – dos abismos luminosos de ira y demencia – fijos en los pocos que aún se atrevían a respirar. El aire mismo parecía vibrar con un odio frío y antiguo.
Un hombre, con sombrero de ala ancha y gabardina larga, se mantenía en la orilla, inmóvil, como un solitario faro de desesperación en medio de la tormenta. Era el viejo Silas, el último guardián de los secretos de Oakhaven, el único que recordaba las plegarias antiguas que se decían para aplacar a Él. Pero esta noche, incluso sus susurros parecían inútiles.
El monstruo se movió, el suelo tembló bajo su peso, y la niebla se agitó como si un monstruo invisible la sacudiera desde dentro. Los pocos carros abandonados en la plaza se sumieron en una oscuridad más profunda, engullidos por la sombra del ser cósmico. El horror no estaba en la monstruosidad física, sino en la presencia misma de la entidad cósmica, en el vacío absoluto que se abría a través de su mirada, en la absoluta indiferencia hacia la existencia humana. El terror, este sí, era real, palpable, aplastante, y silenciosamente, Oakhaven se convirtió en un sepulcro.
