El sueño empezó como siempre: una tranquila caminata por un camino de tierra, bordeado por maizales que susurraban con cada ráfaga de viento. El cielo era de un azul pastel, y el sol, un disco cálido y reconfortante. Era un sueño que conocía bien, uno que me invitaba a la paz y a la seguridad. Pero esa noche, algo se sentía diferente. Un escalofrío me recorrió la espalda, no por el frío, sino por una inquietante sensación de ser observado.
A medida que el camino se estrechaba, los susurros del maíz se volvieron más intensos, casi como un murmullo que se burlaba de mí. La luz del sol se desvaneció, y el cielo se tiñó de un gris plomizo. El miedo se apoderó de mí, haciéndome consciente de la soledad que me rodeaba. Me di cuenta de que no estaba solo. Una figura se alzaba al final del camino, una silueta oscura y alta que no se movía.
Mi corazón se aceleró. No podía correr, mis pies estaban anclados al suelo. Grité, pero mi voz no salía, solo un susurro ahogado. La figura se movió. No caminaba, se deslizaba, cada vez más cerca de mí. No tenía brazos, ni piernas, solo la forma de un cuerpo sin forma. La oscuridad que la envolvía parecía absorber la poca luz que quedaba, y en ese vacío, un punto se encendió.
Un rostro.
No tenía ojos, ni nariz, ni boca. Era una superficie lisa y pálida, sin rasgos, pero con una expresión que era más aterradora que cualquier grito. Era la ausencia total de emoción. La nada. Y, sin embargo, estaba lleno de un odio que me atravesaba el alma. La figura continuó su avance, y el rostro sin rostro se hizo más grande, más claro, hasta que estuvo a pocos centímetros del mío. Pude sentir su frío, un frío que no pertenecía al mundo, un frío que me quemaba la piel.
Desperté gritando, con el cuerpo empapado en sudor. La imagen de ese rostro sin rasgos se grabó en mi mente. Pasaron días, pero no pude borrar la imagen. En el reflejo del espejo, en la forma de las nubes, incluso en las sombras de mi habitación, lo veía. El terror no estaba en lo que el rostro era, sino en lo que no era: la falta de humanidad, la nada absoluta.
Una noche, me atreví a confrontar el sueño. Me quedé dormido con la esperanza de volver a ese camino. Y lo hice. Los maizales susurraban, pero esta vez, mi corazón latía con determinación, no con miedo. La figura estaba allí, al final del camino. Me quedé parado, esperando que se deslizara hacia mí. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, me di cuenta de la verdad. No era una figura, sino una silueta. No era una persona, era un espejo.
Me miré.
El rostro sin rasgos era el mío. Un rostro liso, sin expresión. Un vacío. Y la verdad me golpeó más fuerte que cualquier pesadilla. El monstruo no estaba fuera, sino dentro de mí. El rostro de mi pesadilla era el rostro de mi propia inacción, de mi apatía, del vacío que había creado dentro de mi vida. Me desperté, no con un grito, sino con una lágrima. Una lágrima de dolor, pero también de liberación. Porque por fin, supe con qué demonio tenía que luchar: conmigo mismo.
