La ciudad era una maraña de acero y cristal, un laberinto funcional donde millones de vidas se cruzaban sin realmente tocarse. Mi existencia era una secuencia matemática de movimientos: el tren de las 7:45, el café a las 8:03, el escritorio de la esquina. Era la rutina del anonimato, una máscara de previsibilidad que yo había cultivado con una disciplina gélida. Yo era un punto invisible en el mapa, y eso, creía, era mi mayor protección.
La grieta en mi construcción perfecta apareció en el reflejo de una ventana. No era mi propio rostro lo que me inquietaba, sino una sombra persistente en el fondo, una figura borrosa que parecía imitar mi paso, siempre a la misma distancia. Primero fue un destello fugaz, un error óptico que mi mente racional descartó. Pero la sombra regresó.
Comencé a hacer pequeñas pruebas. Cambié de ruta al trabajo, elegí otro vagón del metro, alteré mi hora de almuerzo. Cada vez, la sombra regresaba. No corría ni se apresuraba; simplemente estaba allí, su presencia opresiva se manifestaba en el rabillo de mi ojo, un vigilante silencioso que se había insertado en mi existencia programada.
El miedo no era un golpe; era una presión lenta y constante, como una mano invisible que se cerraba sobre mi garganta. Ya no podía concentrarme. Los números en mi pantalla se convertían en jeroglíficos vacíos. La sensación ineludible de ser observado se hizo tan intensa que me sentía desollado vivo, mi anonimato, mi escudo protector, hecho trizas.
Una tarde, al salir de la oficina, tomé una decisión. Rompería el ciclo. En lugar de ir a casa, me dirigí al parque, un espacio abierto y expuesto bajo las farolas amarillentas. Me detuve bajo un roble, volví la cabeza y lo enfrenté. El aire se hizo espeso y frío.
La sombra se detuvo. No era un hombre alto ni amenazante, sino una figura de estatura media con un abrigo gris que lo hacía fundirse con el pavimento. Su rostro era lo más terrible: era completamente ordinario, sin rasgos distintivos, una cara olvidable que, paradójicamente, lo hacía inolvidable. Sus ojos, dos puntos negros y sin expresión, me miraban con una indiferencia glacial.
No dijo nada. Yo tampoco pude hablar. Solo el latido furioso de mi corazón llenaba el vacío. Era el confrontamiento silencioso de una presa con su cazador. Comprendí que no me había estado siguiendo para hacerme daño; me había estado siguiendo para eliminar mi secreto, para demostrar que la rutina del anonimato era una mentira peligrosa. El juego había terminado. Y al sentir la fuerza ineludible de su mirada, supe que mi vida, una vez una secuencia matemática, se había desviado hacia una ecuación de terror que no tenía solución.
