![]() |
| Estación Z |
El aire húmedo y rancio de la estación de metro golpeaba mi rostro. El lejano zumbido de un tren fantasma resonaba en la oscuridad, una melodía macabra que contrastaba con el silencio sepulcral que me rodeaba. Las luces fluorescentes parpadeaban débilmente, proyectando sombras largas y retorcidas sobre las paredes empapadas de humedad. Estaba atrapado.
Había huido de la ciudad en ruinas, buscando refugio en las entrañas de la tierra, pero el refugio se había convertido en una trampa. Un escalofrío me recorría la espina dorsal, no solo por el frío que emanaba de las paredes de hormigón, sino por la sensación visceral de que no estaba solo.
Entonces los vi. Una multitud de figuras grises y descompuestas emergió de la penumbra, un ejército de muertos vivientes que avanzaba con una lentitud inexorable. Sus ojos vacíos, sin vida, parecían agujeros negros que absorben la poca luz existente. Sus movimientos espasmódicos, sus gemidos guturales raspando contra la atmósfera cargada, eran una sinfonía de horror.
Me aferré a la pared, tratando de fundirme con la oscuridad, pero mi corazón latía como un tambor frenético. La horda se aproximaba, una marea de carne putrefacta que arrastraba consigo el hedor de la muerte. Sus manos huesudas se extendían, buscando, anhelando el calor de la vida.
Una mujer, apenas visible entre los zombis y con una mirada de desesperación en el rostro, agarró un trozo de metal oxidado. Lucho con desesperación contra la inminente avalancha de muertos. Su inútil resistencia solo sirvió para retardar lo inevitable. Los zombis la engulleron, sus quejidos ahogados por los gruñidos de sus agresores.
El suelo tembló. El tren, ese espectro sonoro que había presenciado mi terror, se acercó lentamente. Se detuvo frente a mí, sus puertas abiertas como una boca devoradora. ¿Escapar o esperar el fin con la multitud?
La decisión se tomó por mí. La multitud de zombis ya me había rodeado. Su aliento fétido, mezclado con el olor metálico de la sangre, llenó mis pulmones. Sus manos huesudas se cerraron sobre mí. En los minutos finales de mi vida, la oscuridad, fría y definitiva, me abrazó. El zumbido del tren se convirtió en un susurro, después en silencio. El silencio de la muerte.
