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| El hediondo secreto de Blackwood |
El hedor a carne en descomposición era insoportable. Se filtraba desde la tierra misma, una pestilencia que se aferraba a la garganta y apretaba el pecho. Había llegado a la mansión Blackwood siguiendo el rastro, un rastro de muerte y un silencio que resonaba con un eco más horrible que cualquier grito. Mi abuelo había desaparecido hacía tres meses, y las cartas que me envió antes de su desaparición, escritas con una caligrafía temblorosa y tinta borrosa, habían hablado de un horror inimaginable.
La mansión era un monumento a la decadencia. La piedra estaba manchada de un moho verde, las ventanas eran huecos vacíos que miraban hacia la oscuridad. Entré, la madera crujiendo bajo mis pies como huesos rotos. El aire estaba pesado, espeso con el olor de la muerte y algo más...algo dulcemente fétido.
En el salón, la escena me golpeó como un puñetazo en el estómago. No era simplemente un desorden, era una carnicería artística. Los muebles, destrozados, estaban salpicados de una sustancia viscosa y oscura. Y en el centro de todo, sobre lo que una vez fue una alfombra persa, yacía mi abuelo.
O, más bien, lo que quedaba de él. Su cuerpo estaba… transformado. Hinchado, deformado, con una piel de un gris verdoso que goteaba un pus viscoso. Sus ojos, vacíos, miraban al techo, y una sonrisa grotesca, cruel, se curvaba sobre sus labios en descomposición.
Pero lo que me aterrorizó aún más fue la presencia que sentía a mi alrededor. No podía verla, pero la sentía. Una presencia fría, húmeda, que se deslizaba por mis talones, que respiraba en mi nuca. Un horror inimaginable que emanaba de la carne en descomposición de mi abuelo, como si el cuerpo fuera sólo un caparazón para algo mucho más malvado. Algo que estaba esperando, creciendo, alimentándose de la descomposición. Y que yo, ahora, también formaba parte de su festín.
