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sábado, 6 de septiembre de 2025

Engendro de la luna

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Engendro de la luna

La noche era una tinta derramada sobre el páramo, y la luna llena, una cicatriz blanquecina en esa oscuridad impía. No era la luna amable de los poetas, sino un ojo hinchado y purulento que observaba con una fijeza malsana. Silas, aferrado a su escopeta oxidada, sentía ese ojo clavado en su nuca mientras el viento aullaba una melodía discordante entre las ramas secas de los pocos árboles retorcidos.

Llevaba tres noches sin dormir. Desde que la luz lunar había bañado la vieja granja de los Oakhaven con esa plenitud obscena, los graznidos del ganado se habían vuelto aterradores, los perros, que antes ladraban con ferocidad a la más mínima sombra, ahora gemían bajo los porches, con los ojos vidriosos de pánico. Y luego, estaba el olor. Un hedor dulzón y metálico que impregnaba el aire, como si la tierra misma estuviera sangrando.

La escopeta temblaba en sus manos. No por el frío, sino por el miedo. Había visto cosas que la razón se negaba a procesar. La primera noche, un carnero con los ojos enloquecidos y un pelaje que parecía vibrar con una energía antinatural, se había abalanzado sobre él, sus cuernos retorcidos como ramas muertas. Silas lo había derribado, pero la carne bajo la bala había sido extraña, fibrosa, como si la vida misma se hubiera distorsionado en su interior.

La segunda noche, la figura de Elara, la esposa del granjero Oakhaven, había deambulado por el patio, con los cabellos sueltos flotando al viento como algas en una marea invisible. Pero no era Elara. Sus pasos eran demasiado largos, sus brazos demasiado esqueléticos, y su boca, abierta en una mueca silenciosa, revelaba una hilera de dientes afilados, más propios de un depredador que de una mujer. Silas había huido, el alarido que se ahogaba en su garganta.

Ahora, en la tercera noche, el hedor era casi insoportable. Un coro de chillidos guturales se alzaba desde el interior del granero, y el corazón de Silas martilleaba contra sus costillas. Sabía que debía ir. Por lo que quedaba de su alma, y por la promesa que le había hecho al viejo Oakhaven antes de que el brillo lunar lo reclamara también.

Empujó la puerta del granero, que cedió con un gemido de madera podrida. El espectáculo que se le presentó superó sus peores pesadillas. Dentro, bajo la luz fantasmal que se filtraba por las rendijas, el ganado y los pocos animales de la granja se habían fusionado en una masa pulsante de carne y hueso. Ojos vidriosos y bocas babeantes se abrían y cerraban en un intento fallido de formar algo parecido a un rostro. Patas se retorcían en ángulos imposibles, y cuernos y pezuñas sobresalían de la amalgama de cuerpos. Era un horror biomórfico, un altar de carne palpitante que se arrastraba lentamente por el suelo.

Pero no era el horror principal. Del centro de esa abominación, del punto donde todas las criaturas parecían converger, se alzaba algo más. Una figura. Grande, informe, pero con una silueta vagamente humanoide. Su piel, si podía llamarse así, era de un blanco lechoso, casi transparente, y brillaba con la misma luz enferma de la luna. De su espalda, una serie de apéndices espinosos se agitaban lentamente, como ramas de un árbol muerto que cobraran vida. Y en el lugar donde debía estar la cabeza, solo había una protuberancia bulbosa, lisa y sin facciones, que reflejaba la luz lunar como un espejo deformado.

Silas sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Aquello no era de la Tierra. Era una burla, una aberración nacida de la luz de la luna, un engendro de lo cósmico que había descendido para reclamar la carne y la mente.

El ser sin rostro levantó uno de sus apéndices, delgado y tembloroso, y lo señaló hacia Silas. No había ojos, pero Silas sintió una mirada de una antigüedad aterradora, una inteligencia fría y malevolente que lo atravesaba hasta los huesos. El hedor se intensificó, y los chillidos de la masa de carne en el suelo se volvieron más agudos, como si celebraran la presencia de su progenitor.

"¡Monstruo!" Silas gritó, levantando la escopeta. Su voz era un hilo frágil en el silencio sepulcral que siguió. La criatura no se movió. Solo su apéndice temblaba, apuntando a Silas, como si invitara a la ofrenda.

El instinto de supervivencia, o quizás la locura, lo impulsó. Disparó. El rugido de la escopeta fue ensordecedor en el espacio cerrado, y la bala impactó en la piel lechosa del engendro. No hubo sangre, no hubo carne destrozada. Solo un leve brillo, como si la energía del proyectil fuera absorbida por la blancura inmóvil.

Entonces, la criatura se movió. Lentamente, metódicamente, comenzó a deslizarse hacia Silas. No se apoyaba en nada, simplemente se deslizaba, levitando a pocos centímetros del suelo. La masa de carne bajo ella se convulsionaba con cada movimiento, como si la propia vida se inclinara ante su avance.

Silas retrocedió, tropezando con un rastrillo. Cayó al suelo, la escopeta resbalando de sus manos. Intentó levantarse, pero sus músculos no respondían. El miedo lo había paralizado. La criatura estaba sobre él, la luz lechosa de su cuerpo eclipsando la luz lunar que se filtraba. El hedor era ahora tan abrumador que le quemaba las fosas nasales, el sabor a metal en su boca era intenso.

El apéndice delgado se extendió, rozando su frente. Y en ese contacto, Silas sintió una corriente de frío y vacío. No era un dolor físico, sino una invasión, una disolución de su propia identidad. Vio, en un instante aterrador, no imágenes, sino sensaciones: la inmensidad del espacio, la indiferencia de las estrellas, la antigüedad de algo que existía antes de la luz, antes de la vida.

Su mente se desgarró.

Cuando el sol de la mañana finalmente se atrevió a asomarse por el horizonte, las sombras se retiraron tímidamente de la granja de los Oakhaven. Los perros, ahora silenciosos, se arrastraron fuera de sus escondites, con la cola entre las patas. Un campesino que pasaba por el camino, vio la puerta del granero abierta y, con curiosidad, se acercó.

Encontró a Silas. Estaba sentado en el suelo, la espalda apoyada contra la pared, la mirada perdida en un punto más allá del mundo. Su piel estaba pálida, casi transparente, y sus ojos, grandes y vacíos, reflejaban la luz del sol con una blancura lechosa. No se movía. No respiraba, al menos no de una forma reconocible. En el suelo, a sus pies, un rastro de un brillo blanco y pegajoso se extendía hacia el centro del granero, donde la masa de carne y hueso había desaparecido sin dejar rastro, solo un charco de líquido viscoso y brillante.

El campesino gritó y huyó. Nadie se atrevió a volver a la granja de los Oakhaven. Se decía que en las noches de luna llena, si uno se atrevía a mirar el cielo con demasiada atención, podía sentir la misma mirada fría y vacía, y a veces, un brillo blanco y fantasmal se podía vislumbrar en la ventana del granero, como un ojo sin párpados que observaba la Tierra, esperando su momento. Y se susurraba que Silas, ahora parte de algo más grande y aterrador, era el centinela de ese lugar, el primer hijo de la luna, el nuevo Engendro.

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