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sábado, 6 de septiembre de 2025

La vela de los condenados

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La vela de los condenados

La cera de la vela era de un blanco antinatural, casi translúcido, y su llama no parpadeaba, sino que se mantenía fija, inamovible, como un ojo sin párpados que observaba la oscuridad. El viejo librero, Efraín, me la había vendido por una miseria, con la única advertencia de que la encendiera solo en casos de extrema necesidad. "Cada pulgada que se consume," me había dicho con voz temblorosa, "es una vida que se acorta. La de quien la enciende, o la de alguien que está a su lado." Lo tomé como una excusa para la extraña materia de la que parecía estar hecha, y me reí. Ahora, en el silencio opresivo de mi estudio, con la lluvia azotando la ventana, no me reía.

El apagón había llegado sin aviso, y la noche era una entidad viviente, con susurrantes sombras que se arrastraban por las esquinas. Había tropezado con un libro, derramando un tintero sobre mis manuscritos. La vela me pareció la única solución. La saqué del cajón de mi escritorio, un cilindro de cera extrañamente fría al tacto, y la encendí con un fósforo. La llama se alzó, silenciosa y estable, bañando la habitación con una luz que era más un tinte verdoso que una verdadera iluminación.

La primera pulgada se consumió en un parpadeo. Lo noté no por el tiempo que pasó, sino por la repentina debilidad que me invadió. Mis piernas flaquearon y tuve que apoyarme en la pared. Un sabor amargo se instaló en mi boca. Me senté, perplejo, y miré la vela. La cera seguía sólida, pero la llama parecía alimentarse de algo más que la mecha.

Entonces, escuché un grito en la distancia. Un grito ahogado por la lluvia, pero inconfundiblemente lleno de pánico. Era la voz de mi vecina, la Sra. Delgado. Ignoré la debilidad y corrí a la ventana. No había nada. Solo la oscuridad y el sonido de la lluvia. Pensé que mi mente me jugaba una mala pasada, pero la sensación de malestar persistía.

Cuando volví al escritorio, la vela había consumido otra pulgada. El tinte verdoso de la luz se hizo más intenso, y mis ojos ardían. El dolor era sordo, profundo, como si mis huesos se estuvieran desintegrando lentamente. Sentí una punzada de pánico. El viejo Efraín no bromeaba. La vela se alimentaba de la vida. De mi vida.

La tercera pulgada se esfumó. El dolor se hizo insoportable. Me arrodillé en el suelo, las rodillas cediendo bajo el peso de mi propio cuerpo. La imagen de mi padre, pálido y demacrado en su lecho de muerte, llenó mi mente. Murió joven, sin explicación. Mis ojos se abrieron de golpe. "La de quien la enciende, o la de alguien que está a su lado." Él había estado a mi lado toda mi vida. ¿Y si él era el pago? ¿Y si la cera se estaba alimentando de los que amé y perdí?

Con un esfuerzo sobrehumano, me arrastré hacia la vela, mi mano extendida para apagarla. Pero antes de que pudiera tocarla, una nueva pulgada se consumió. Un grito desgarrador resonó en la habitación, pero no era mío. Era el grito de mi hermano, el eco de su accidente, la visión de su auto destrozado. No, no era un eco. Era él. Estaba aquí, conmigo.

Levanté la vista. La llama de la vela se hizo más alta, y en su centro, pude ver un rostro. No el de mi hermano, sino un rostro grotesco y sonriente, con ojos de un rojo incandescente. No era un fantasma, sino algo más antiguo y malvado. Un ser que se alimentaba de la muerte, un parásito que se nutría de los finales prematuros.

La cera comenzó a consumirse a una velocidad alarmante, cada fragmento una ráfaga de visiones aterradoras: la vecina que había visto de niña, su accidente de coche en una carretera secundaria; el viejo maestro de escuela, su repentino ataque al corazón; un amigo de la universidad, su trágico final en un viaje. No era yo el que pagaba. Eran ellos. Los condenados a morir antes de su tiempo, aquellos cuyas vidas fueron acortadas por un destino cruel, ahora estaban siendo usados como combustible para esta abominación.

La vela se consumió por completo en cuestión de segundos, dejando solo un charco de cera viscosa y un hedor a metal oxidado y a carne quemada. La habitación volvió a la oscuridad, y el grito final, el de mi propia conciencia, se apagó en el eco de todos los que habían pagado por mi luz. Caí al suelo, sin fuerzas, sin esperanza.

Ya no había velas, pero ahora lo sabía. La oscuridad no era tan mala. Y a partir de esa noche, yo sería el siguiente en la lista. El último. La Vela de los Condenados había llegado a su fin, y yo, el último de los pagadores, esperaba mi turno.

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