Desde niño, mi sombra ha sido un buen amigo. A veces jugábamos a que éramos gigantes, otras veces, a que mi sombra era un monstruo que me perseguía. Pero a medida que fui creciendo, esa inocencia se desvaneció. No había nada amenazador en ella, simplemente estaba ahí, una extensión muda de mí mismo, una compañera en la luz, una nada en la oscuridad. Nunca le presté más atención de la necesaria, hasta hace poco.
Todo comenzó con un parpadeo. Me estaba atando los zapatos en un pasillo iluminado y noté que mi sombra se desvaneció por un segundo, y luego regresó. La atribuí al cansancio, o a un fallo en la bombilla. Pero luego, ocurrió de nuevo. Esta vez, al salir de un ascensor. Justo cuando la luz me dio de frente, mi sombra parpadeó de nuevo, y al regresar, por un instante, me pareció un poco más grande de lo normal.
Ignoré la extraña sensación. Pero el parpadeo se hizo más frecuente, y la sensación, más fuerte. A la luz de los faros de los coches, en el sol de la tarde, mi sombra parpadeaba, y cada vez que lo hacía, era un poco más oscura, un poco más nítida, como si la negrura se condensara en ella.
Una noche, me desperté por un escalofrío. La luna llena brillaba a través de la ventana, bañando la habitación con una luz plateada. Me senté en la cama, y vi mi sombra proyectada en la pared. No estaba quieta. Se movía. Se estiraba y se contraía, como si respirara. Y mientras lo hacía, vi su contorno cambiar. Mis hombros eran más anchos, mis brazos, más largos, y mis manos terminaban en dedos afilados, como garras.
El pánico se apoderó de mí. Salté de la cama, y mi sombra, por un segundo, no se movió conmigo. Se quedó quieta, pegada a la pared, como si tuviera una voluntad propia. Luego, con un movimiento que no pude entender, se desprendió de la pared y se deslizó por el suelo, en mi dirección. No hizo ruido. Era una mancha de oscuridad que se movía sin fricción, sin peso, sin sonido.
Caí de espaldas, mis manos buscando a tientas la lámpara de la mesilla de noche. La encendí, y el haz de luz blanca golpeó mi sombra. Por un momento, se detuvo. Y luego, para mi horror, no se disipó. Se levantó. Como una sábana de oscuridad, se alzó del suelo, y se quedó frente a mí, con mi misma forma, pero con el contorno de un depredador. No tenía rostro, no tenía ojos, no tenía boca, pero pude sentir su mirada, una sensación de vacío y de hambre que me heló los alma.
Me arrastré hacia la puerta, pero mi sombra se movió más rápido. Pasó a mi lado, y se interpuso entre la puerta y yo. Sentí su frío. Un frío que no pertenecía a este mundo, un frío que me quemaba la piel.
"¿Qué eres?" susurré, la voz un hilo tembloroso en el aire. No hubo respuesta. La sombra levantó su mano, y la oscuridad se condensó en su palma, formando una bola de tinieblas pulsantes. La arrojó hacia la puerta, y la madera se desintegró con un chirrido, dejando un agujero negro y humeante.
Comprendí. No era una entidad separada de mí. Era yo. Era la parte más oscura de mí mismo, la ira, el miedo, la maldad que había reprimido toda mi vida. La sombra no me quería matar. Quería poseerme, quería reclamar mi cuerpo para sí, para poder actuar libremente, para poder dar rienda suelta a su naturaleza.
Me quedé inmóvil, paralizado por el horror. La sombra se acercó a mí, y sus bordes se volvieron borrosos, su forma, un remolino de oscuridad que se expandía. Sabía lo que iba a pasar. Iba a fundirse conmigo, a convertirse en la fuerza dominante, a borrar mi conciencia y mi voluntad.
En el último momento, mi mano tocó mi corazón. No la sentía. Mi cuerpo se había entumecido. Pero pude sentir un dolor, un dolor de pérdida. No de mi vida, sino de mi ser. Y en ese instante de terror puro, me di cuenta de que mi sombra me había estado robando mi humanidad poco a poco, en cada parpadeo, en cada crecimiento imperceptible.
La sombra se abalanzó sobre mí. El frío me envolvió, la oscuridad me ahogó. El miedo se convirtió en un grito silencioso que se perdió en la nada. La última cosa que vi antes de que mi conciencia se desvaneciera por completo, fue mi sombra. Una sombra que ya no era una mancha en el suelo, sino una silueta que se alzaba sobre mí, que me miraba, que me devoraba.
Cuando el sol salió, un hombre se levantó de la cama. Parecía normal. Pero su cara era pálida, sus ojos, vacíos. Y en el suelo de la habitación, había una sombra. Una sombra quieta. Una sombra que sonreía.
