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domingo, 7 de septiembre de 2025

Ángel del cementerio

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Ángel del cementerio

El viento ululaba como un lamento ancestral entre los cipreses, arrastrando consigo el olor a tierra húmeda y la dulzura rancia de las flores marchitas. Era la hora bruja, ese intersticio de la noche donde el velo entre los mundos se adelgaza hasta la transparencia. Elías, un joven con una obsesión insana por lo macabro y una cámara antigua, se adentró en el Cementerio de St. Jude. No buscaba lápidas famosas ni epitafios elocuentes; su objetivo era el ala más antigua y olvidada, donde los mármoles se inclinaban como dientes rotos y la hiedra ahogaba los nombres de los muertos.

Allí, en el corazón de esa decrepitud, se alzaba. No era la más grande, ni la más adornada, pero su presencia era innegable. La estatua del Ángel de la Aflicción. Tallada en un mármol tan oscuro que parecía absorber la luz, representaba a una figura alada, sentada sobre un pedestal. Su rostro estaba oculto por el brazo derecho, que descansaba sobre su rodilla, simulando un duelo eterno. La mano izquierda, pálida y finamente esculpida, colgaba inerte a un lado. Los habitantes del pueblo contaban historias de sus ojos, que supuestamente te seguían al anochecer, o de cómo su sombra danzaba entre las tumbas en las noches de luna llena.

Elías había venido por eso. Por las historias.
"Solo necesito una foto perfecta", murmuró para sí, ajustando el lente.

La luna, una astilla plateada en el cielo de terciopelo, apenas iluminaba el camino. Elías tropezó con una raíz expuesta y maldijo en voz baja. Al levantar la vista, notó algo. La mano izquierda del Ángel, la que solía colgar inerte, ahora señalaba.

Señalaba hacia una tumba apenas visible, casi tragada por la tierra y el musgo. Elías sintió un escalofrío que no era del frío. Sabía que la mano de la estatua siempre había estado en la misma posición, inalterable por el tiempo o el clima. Se acercó con cautela, su linterna explorando la oscuridad. La tumba no tenía lápida visible, solo un montículo irregular. Mientras se inclinaba para ver mejor, la luz de su linterna captó un detalle aterrador.

Entre las grietas del suelo, emergiendo de la tierra removida, había algo. No era hueso. Era tela. Una tela fina y oscura, como seda, que parecía envolver algo.

Elías se incorporó de golpe, el corazón latiéndole como un tambor de guerra. Miró al Ángel. La estatua seguía allí, inmóvil, su rostro oculto. Pero ahora, bajo la luz errante de la luna, Elías juraría que el ángulo de su cabeza había cambiado. Que la curvatura de su espalda era más pronunciada. Y lo que es peor, que la sombra que proyectaba no era la de una estatua inanimada, sino la de una figura encorvada, con el pecho agitándose en un suspiro silente.

Un graznido ronco rompió el silencio, y un cuervo negro como la noche batió sus alas, levantándose de la cabeza del Ángel. Elías retrocedió, su mente gritándole que huyera. Pero la morbosa curiosidad era una cadena que lo ataba. Tenía que ver qué era aquello que la mano del Ángel había señalado.

Con manos temblorosas, Elías sacó su pequeño cincel de geólogo de su mochila. Empezó a raspar la tierra alrededor del trozo de tela. La tierra cedió fácilmente, y pronto, un borde de madera podrida apareció. Era un ataúd. Pequeño. Demasiado pequeño.

Mientras la tierra se apartaba, la forma de lo que estaba enterrado se hizo más clara. Era el cuerpo de un niño. Envuelto en la misma tela oscura. Elías sintió náuseas. ¿Un entierro ilegal? ¿Un crimen olvidado?

Pero entonces, vio los detalles. La tela no era solo un sudario. Estaba atada. Apretada. Y a través de las rendijas de la tela, algo brilló. Algo oscuro y endurecido.

Elías se arrodilló, su linterna temblaba en su mano. Con un dedo trémulo, movió un poco la tela. Lo que reveló fue una visión que se grabaría en su mente para siempre.

No era un niño humano. Era... una escultura. Una figura tallada en un material oscuro y brillante, con alas plegadas y un rostro sereno, casi sonriente. Era idéntico al Ángel de la Aflicción que se alzaba sobre ellos, solo que en miniatura. Y sus pequeños ojos, tallados con una precisión inquietante, parecían estar observando a Elías.

Un leve crujido detrás de él. Elías se giró de golpe.

El Ángel de la Aflicción ya no ocultaba su rostro. Lentamente, agonizantemente, había levantado su brazo. Su cabeza se había inclinado hacia Elías, y aunque no tenía ojos discernibles en su rostro de mármol, Elías sintió una mirada fría y profunda, que penetraba hasta los huesos. La mano izquierda, la que había señalado la tumba, ahora se extendía hacia él.

Y en la palma de esa mano de mármol, había un pequeño objeto. Algo oscuro y brillante.
Era otro "niño ángel" idéntico al que acababa de desenterrar, pero este estaba entero y perfecto.

Elías no pudo gritar. No pudo moverse. Solo pudo mirar la estatua, que parecía crecer en estatura bajo la luna. El "Ángel del Cementerio" ya no estaba de luto. Estaba esperando.

Y mientras la luna se escondía tras una nube, sumiendo el cementerio en una oscuridad total, Elías sintió cómo la tierra bajo sus pies se ablandaba y comenzaba a ceder. Una fuerza invisible lo arrastraba hacia abajo, hacia la misma tumba que había abierto, mientras el leve sonido de un suspiro de mármol se extendía por el silencio de la noche.

La mañana siguiente, la luz del sol reveló el Cementerio de St. Jude en su habitual silencio. Los cuervos graznaban desde los cipreses. La estatua del Ángel de la Aflicción se alzaba inmóvil, su rostro oculto en su brazo, en su pose de duelo eterno. Su mano izquierda colgaba inerte a un lado, como siempre.

Nadie notó la pequeña perturbación en la tierra junto a una tumba sin nombre. Nadie notó el diminuto rasguño en la base del pedestal del Ángel, como si algo pesado hubiera sido arrastrado.

Y nadie encontró la cámara antigua de Elías.

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