La invitación había llegado en un sobre de pergamino viejo, lacrado con un sello de cera negra que olía a incienso quemado y a olvido. Prometía un banquete único, una experiencia sensorial que trascendía la mundano. La mansión, oculta tras una cortina de niebla, se erguía como una catedral de piedra fría, sus ventanas, ojos ciegos que miraban a la luna.
Al entrar, el aire me golpeó con una mezcla densa de especias exóticas, flores muertas y algo más, un hedor metálico que mi mente se negaba a identificar. El gran salón era un espacio cavernoso, iluminado por un candelabro gigantesco que arrojaba una luz amarilla y temblorosa sobre una mesa larga, preparada para una docena de comensales.
Los invitados ya estaban sentados. Eran figuras pálidas y enjutas, vestidas con ropas de una formalidad anacrónica. Sus rostros eran máscaras de porcelana tensa, sin expresión, pero sus ojos, profundos y oscuros, brillaban con una avidez gélida. No hablaban; solo esperaban en un silencio tan absoluto que el chasquido de mi propia lengua resonó como un disparo.
El Anfitrión, un hombre de sonrisa dentada y forzada que no llegaba a sus ojos de azabache, me indicó mi asiento. Al mirar el menú, mi estómago se contrajo. Los nombres de los platos eran eufemismos grotescos: "Solsticio de Angustia", "Lagrimas de la Tierra", "El Último Pensamiento".
El banquete comenzó. Los sirvientes, sombras ágiles y mudas, colocaron los platos. La comida era una aberración orgánica, masas de tejido gelatinoso y huesos rotos que se presentaban con una estética perturbadora. El plato principal era una masa palpitante, de un tono pardo enfermizo, que exhalaba un vapor espeso y dulce.
Mis compañeros de mesa comían con una frenesí silencioso, sus bocas se abrían en agujeros oscuros que masticaban con una velocidad antinatural. El sonido del metal contra la porcelana y el crujido seco de la comida era la única orquesta. Sentí una náusea visceral, un rechazo biológico a lo que estaba presenciando.
De repente, la mujer a mi izquierda, con labios tensos y una mirada opaca, se detuvo. Miró a su plato, y de su boca salió un lamento sordo y profundo, un gemido de agonía que no era de su propia creación. Comprendí que no solo estaban comiendo; estaban consumiendo la desesperación.
El Anfitrión me miró, su sonrisa se amplió en una expresión de triunfo. "Debe probarlo", articuló con una voz seca y siseante. "Es el sabor del alma."
El plato que se me presentó contenía un órgano palpitante, bañado en una salsa oscura y densa. Me di cuenta de que el ingrediente final de aquel banquete abominable no era la carne, sino el miedo del comensal. La fuerza implacable de sus miradas me obligó a tomar el tenedor. El sonido ensordecedor de mi propio pánico resonó en la sala, mientras me preparaba para participar en el ritual de la atrocidad.
