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miércoles, 15 de octubre de 2025

Experimento 6

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Experimento 6

El bunker subterráneo, excavado bajo una montaña de granito, era un monumento a la arrogancia científica. Yo era parte del equipo de monitoreo del Proyecto Órbita, un intento de mapear los límites de la conciencia humana. El Experimento 6 era nuestro sujeto más prometedor: un hombre con un umbral de dolor psíquico inusualmente alto, sellado en una cámara anecoica diseñada para la privación sensorial total.


Las primeras 72 horas fueron de monotonía abrumadora. La pantalla de infrarrojos mostraba al sujeto acurrucado, su frecuencia cardíaca baja y estable. Luego, la anomalía. El sujeto no se movió, pero los sensores detectaron una caída abrupta de la temperatura dentro del cubículo, un frío letal que no tenía explicación física.


El Dr. Vance, un hombre de razón férrea, palideció. "No es un fallo de ventilación," articuló, su voz tensa. "Es una anomalía energética."


Al cabo de una hora, el sujeto se levantó. No caminó, sino que se alzó con una lentitud que desafiaba la gravedad, su cuerpo se convirtió en una silueta rígida en la oscuridad total. Y entonces, emitió el sonido. No un grito, sino un golpe gutural y sordo, un clamor constante que venía del fondo de su pecho y que resonaba en las paredes de acero.


"¡Lo está viendo!", exclamó Vance, su pánico visceral se hacía palpable. "La oscuridad ha tomado forma."


Encendimos el micrófono direccional. La voz del sujeto era un eco roto y distante, distorsionada por el miedo. "No tiene rostro... solo boca. Un abismo negro que se abre... y el sonido. Es un bramido mudo que me dice... que no hay nada más. Solo él."


En la pantalla térmica, una forma densa y fría comenzó a materializarse junto al sujeto, una mancha de negrura profunda que absorbía el calor. Era la encarnación del vacío, la entidad primordial que la mente del sujeto había invocado en la ausencia de estímulos.


El sujeto lanzó un aullido seco y desesperado, un sonido quebrado por la agonía. Intentó correr, pero sus movimientos eran lentos y torpes, como si estuviera atrapado en un fluido denso. La sombra fría lo envolvió. Los sensores se volvieron locos, y la última palabra que captamos del sujeto fue una sílaba incomprensible antes de que el monitor de signos vitales se aplanara en una línea mortal.


Cerramos el proyecto esa noche. Sellamos el cubículo, un ataúd de acero enterrado bajo la montaña. Pero la marca de la negrura se quedó con nosotros. El Experimento 6 nos enseñó que el cerebro no genera alucinaciones en el vacío; abre una puerta dimensional. Y ahora, el golpe gutural del sujeto se repite en mi mente, el clamor ensordecedor de la cosa que él vio, una prueba ineludible de que lo que acecha en la oscuridad espera su momento para ser liberado.

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