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martes, 14 de octubre de 2025

La alegría del piromante

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cabaña ardiendo

El aire se hizo espeso y caliente, denso con el olor acre a gasolina y a madera seca. Yo me encontraba al borde del bosquecillo, observando mi obra. La cabaña, un esqueleto de pino que había albergado demasiados recuerdos putrefactos, comenzó a crujir. No era el viento, sino la fuerza implacable del calor que la devoraba. Era la alegría del piromante, una satisfacción visceral que no necesitaba explicación.


La llama, al principio un lengüetazo amarillo, se convirtió en un rugido voraz, un monstruo anaranjado que se alzaba hacia el cielo nocturno. El sonido del fuego era un clamor constante, una sinfonía de la destrucción que ahogaba cualquier otro pensamiento. Cada tabla que cedía era un golpe seco, un tambor fúnebre que marcaba el final de una era. Sentí una euforia fría, una liberación gélida que nunca antes había conocido.


Lo más fascinante era el baile. Las sombras, proyectadas por el fuego, se extendían y se contraían en las copas de los árboles como figuras demoníacas, una coreografía de la anarquía. El humo, un manto espeso y negro, se elevaba en espirales, llevando consigo el vaho de la memoria que yo estaba quemando.


Pero la visión más gratificante era el rostro de la vieja. Ella estaba atrapada en el ventanal superior, su figura borrosa por el calor y el vidrio. Sus ojos, discos de terror puro, me miraban con una desesperación silenciosa. No gritaba, solo abría la boca en un aullido mudo, una expresión de agonía que el fuego no permitía escuchar. Era la prueba ineludible de que mi acto había sido consumado.


El techo se hundió con un estruendo brutal, una explosión de brasas y chispas que iluminó el cielo con un fulgor cobrizo. En ese instante de luz total, me sentí el dueño del universo, el arquitecto del olvido. El olor a carne quemada, mezclado con el pino, era un incienso profano que celebraba mi triunfo.


Al dar la espalda a las brasas humeantes, sentí una fuerza palpable detrás de mí. No era el calor residual, sino una presencia gélida que me acompañaba. El fuego había purificado la cabaña, pero había despertado algo en mí. Algo que ansía más calor, más destrucción total. La alegría del piromante no es un acto único; es un apetito eterno. Y la noche siguiente, ya estaba buscando el siguiente punto de ignición.

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