La ciudad de Vórtex era una masa de hormigón que se asfixiaba bajo una lluvia negra y ácida. Mi apartamento, en el piso cincuenta, era un punto de aislamiento en la jungla de acero. Me sentaba a la ventana, observando el tráfico de luces que se movía como gusanos eléctricos bajo la niebla. Fue entonces cuando lo vi, el primer signo de que mi vida ya no me pertenecía.
Apareció en el centro de la plaza, justo bajo la estatua de bronce, una figura solitaria y alta que no se movía. No era un indigente ni un turista; era una mancha de negrura absoluta que absorbía la luz de los faroles. El Mensajero. Vestía un traje de un gris tan oscuro que parecía un agujero en la realidad, y llevaba un maletín metálico y sin brillo.
Al principio, lo ignoré, convencido de que era una alucinación por fatiga. Pero a la mañana siguiente, al mirar por la ventana, seguía allí, inmóvil y vertical, una escultura de la paciencia desafiando el tráfico matutino. No comía, no bebía, no reaccionaba a la multitud frenética que se agitaba a su alrededor. Solo permanecía observando.
El miedo, al principio un cosquilleo en la nuca, se convirtió en una presión constante sobre mi pecho. La presencia opresiva del Mensajero era tan fuerte que sentía que podía tocarme a través de cincuenta pisos de vidrio y acero. Comencé a hacer pruebas. Cambié el orden de mi rutina diaria, me vestí de forma extravagante, hice muecas hacia mi ventana. El Mensajero nunca reaccionó, pero su mera existencia era una respuesta brutal.
Una tarde, al regresar a mi portal, sentí el frío letal que lo acompañaba. Estaba en la acera de enfrente. Pude ver su rostro. Era completamente liso, sin arrugas ni expresión, una máscara de cera tensa. Sus ojos, discos negros y profundos, me miraron con una indiferencia glacial. No había odio, ni juicio, solo el reconocimiento implacable de un destino.
Entré corriendo, mi pánico visceral me impulsó por las escaleras, dejando el ascensor. Me encerré en el baño, el único lugar sin ventanas. Pero el horror había entrado conmigo. Escuché el sonido seco de la madera golpeando la puerta de mi apartamento, luego otro, y otro, con una cadencia metódica y espantosa.
No estaba intentando entrar por la fuerza; estaba anunciando su llegada. El Mensajero había cumplido su misión. Había viajado por la ciudad, sorteado la jungla de cemento, y ahora estaba en mi puerta. El silencio se rompió con un golpe final en la madera. No había escapatoria. El Mensajero del Destino no traía una carta, sino la certeza absoluta del fin. Y el único clamor ensordecedor en la habitación era el de mi propia desesperación.
