El solar baldío, donde la casa de la vieja Elara se había quemado hasta los cimientos, exhalaba un vapor pútrido y espeso. La tierra, negándose a sanar, se había convertido en un parche estéril de ceniza y maleza. Yo estaba allí por curiosidad mórbida, desafiando las advertencias graves de los lugareños. La noche se había instalado como un manto oscuro y sofocante.
Me acerqué al centro del solar, donde aún se distinguía el cimiento de piedra negra. El aire, que hasta entonces había estado tenso y silencioso, se rompió. No fue un grito, sino una risa. Una risa seca y rasposa, un jadeo gutural que venía de todas partes y de ninguna a la vez. No era una risa de alegría, sino una manifestación de burla pura, una bofetada sonora que me heló la sangre.
Miré hacia el único árbol sobreviviente, un roble nudoso con ramas que parecían garras esqueléticas. Y la vi. La Silueta. Estaba suspendida entre las ramas, no colgada, sino flotando con una lentitud antinatural. Era la vieja Elara, la bruja, su figura encorvada envuelta en un atuendo pardo y harapiento.
Su rostro, apenas visible en la penumbra, era una máscara de piel tensa y arrugada. Sus ojos, discos de un amarillo enfermo, se clavaron en mí con una avidez implacable. La presencia opresiva que emanaba era tan fuerte que sentí que el oxígeno se agotaba a mi alrededor. Era la encarnación del resentimiento, el espíritu vengativo que había regresado a su dominio.
La risa rasposa se intensificó, un carraspero brutal que vibraba en el suelo y en mis huesos. Esta vez, fue un sonido continuo, una sinfonía de la malicia que se burlaba de mi vulnerabilidad. Comprendí que su acto no era solo para asustarme; era para desmantelar mi cordura.
De repente, la Silueta se desprendió del árbol. No cayó, sino que se deslizó hacia mí con una velocidad antinatural, flotando justo por encima de la ceniza. Sus brazos, largos y delgados, se extendieron, y vi en sus manos garras retorcidas que parecían hechas de madera petrificada.
Intenté gritar, pero mi aullido fue mudo, un estallido de aire sin voz. El único sonido era su risa maliciosa, que ahora estaba justo encima de mí, una música de terror que me condenaba. El silencio se apoderó del resto del mundo, dejando solo a la bruja y a su víctima. El solar baldío se había convertido en un altar de burla, y yo, el último invitado, no tenía escapatoria de su risa eterna.
