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| Hoy en día |
En el tranquilo pueblo enclavado entre los bosques oscuros y antiguos, vivía una niña conocida por su llamativa capa roja. La usaba en todas partes, y los habitantes del pueblo hacía tiempo que la reconocían como un símbolo tanto de su coraje como de su conexión con el bosque. Su madre se la había cosido, advirtiéndole que tuviera cuidado al adentrarse demasiado en el bosque donde vagaban criaturas, tanto humanas como bestias. Pero la niña, a menudo descrita como intrépida, ignoró estas advertencias.
Una tarde, cuando el sol se escondía detrás de los árboles, se aventuró más profundamente en el bosque que nunca antes. Siguió un rastro que no había notado antes, uno marcado por el inquietante llamado de los lobos. Cuando la luna llena se elevó en lo alto del cielo, una figura apareció ante ella. Pero no era un humano. Era un lobo, alto, negro como la noche y con ojos que brillaban como fuego en la oscuridad. La niña se quedó congelada, el aire frío le mordía la piel. Pero la mirada del lobo se suavizó.
"¿Por qué usas esa capa roja?", preguntó el lobo, con su voz profunda, casi como un susurro llevado por el viento.
"Porque fue hecha para mí", respondió, con la voz ligeramente temblorosa a pesar de su valentía. "Es un regalo de mi linaje".
El lobo la rodeó lentamente, olfateando el aire. "Pero te has aventurado demasiado. Esta capa... contiene un secreto que ni siquiera tú entiendes".
La niña extendió la mano y tocó la tela, sus dedos rozando los hilos. Algo se agitó en su pecho, una calidez inquietante, como una verdad que nunca había conocido.
Con un movimiento repentino, el lobo se transformó. El pelaje retrocedió, el hocico se retrajo hasta convertirse en un rostro humano, pero los ojos seguían siendo esos estanques de color ámbar ardiente. Ya no era una bestia, sino un hombre, un hombre con una historia oscura.
"Eres el guardián de este bosque, ¿no?" susurró, dándose cuenta de lo que siempre había sospechado pero nunca se había atrevido a confirmar.
"Lo soy", dijo suavemente, su voz ahora humana, pero con un peso antiguo. "Y esa capa que llevas... te une a esta tierra. A la sangre de quienes vinieron antes que tú".
La niña jadeó, con la respiración atrapada en su garganta. La capa, una vez un símbolo de orgullo, ahora se sentía como un grillete. No era solo un regalo; era un contrato, una herencia de un linaje de protectores olvidado hace mucho tiempo... y su pacto oscuro e inquebrantable con el bosque.
—La decisión final es tuya —dijo el hombre lobo, acercándose—. La capa, y con ella, el poder del bosque, pasarán a ti. Pero soportar este peso es cargar con su maldición.
—¿Qué maldición? —preguntó, casi con miedo de saberlo.
—Aquellos que heredan el poder del bosque se convierten tanto en su guardián como en su prisionero. Lo protegerás, pero nunca te liberarás de él. Nunca volverás a ser solo una niña con una capa roja. También serás el lobo que la usa. Y esa bestia... siempre anhelará la libertad.
Un escalofrío recorrió su columna vertebral. Se encontraba en la encrucijada de una decisión que podría cambiarlo todo. La niña sabía que con el poder venía una oscura responsabilidad que no estaba segura de estar lista para soportar. Sin embargo, había un fuego en su corazón que no dejaba ir la verdad de su linaje.
Y así, tomó su decisión. Se puso de pie, la capa roja ahora pesaba más que nunca. El lobo, ahora en su forma humana, le ofreció una última mirada, una mirada de respeto, pero también de tristeza.
“El bosque tiene derecho a reclamarte ahora”, dijo, antes de desaparecer de nuevo entre las sombras.
Mientras estaba sola en el claro iluminado por la luna, la niña se volvió hacia el pueblo, su capa ahora oscurecida por las gotas de color rojo sangre del pacto que había hecho. Volvería, pero no como la misma niña. Había asumido un manto que nunca podría deshacer. Su elección final estaba hecha. Ya no era simplemente una niña con una capucha roja. Era la guardiana de los bosques, y el lobo siempre estaría a su lado.
Y así, la capa roja colgaría para siempre junto al pelaje de medianoche, goteando poder y destino, mientras el veredicto de su elección estaba sellado en la misma tela de su ser.
