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| El último amanecer carmesí |
En un mundo donde el cielo ya no era azul, la humanidad había sido consumida por su propia avaricia. Una guerra interminable por los recursos había desatado una plaga de fuego, y el sol, cansado de tanta destrucción, había comenzado a teñir el horizonte de un rojo intenso, como si la propia tierra llorara por el dolor que había causado.
Las ciudades, antes bulliciosas de vida, eran ahora ruinas sombrías, cubiertas por una densa neblina que parecía susurrar los secretos de aquellos que habían perecido. En cada esquina, la sangre de los caídos se había mezclado con la tierra, tiñéndola de un oscuro carmesí. Los pocos supervivientes se habían refugiado en lo que quedaba de la civilización, formando facciones que luchaban por el control de los escasos recursos restantes.
Entre ellas, se encontraba La Sangre, un grupo de fanáticos que creían que la redención de la humanidad sólo podría alcanzarse a través de un sacrificio final. Liderados por un carismático profeta, proclamaban que el rojo del cielo era un signo divino, un llamado a purgar el mundo de su maldad con fuego y sangre. Sus seguidores, cubiertos con túnicas rasgadas y rostros pintados de rojo, vagaban por las ruinas, sembrando el terror a su paso.
Aquel día, la joven Clara, una superviviente que había perdido a su familia en un ataque de La Sangre, había decidido que era hora de tomar una postura. Con su corazón latiendo con fuerza, se adentró en la ciudad en busca de venganza. Las sombras se alargaban mientras el sol se ocultaba tras un manto de nubes rojas, y el aire estaba impregnado de un olor a cenizas y muerte.
Al llegar a una antigua plaza, Clara se encontró rodeada por los miembros de La Sangre. Sus ojos, desorbitados y llenos de locura, la miraban como si fuera una presa fácil. El profeta, con su voz resonante, la invitó a unirse a ellos y a abrazar el destino que les aguardaba. Pero Clara, alimentada por el dolor y la rabia, se negó.
—¡No seré parte de su locura! —gritó, desenfundando una pistola que había recuperado de los escombros de su hogar.
El profeta sonrió con malignidad. —Entonces, serás el sacrificio que el mundo necesita.
Con un movimiento rápido, sus seguidores se lanzaron hacia ella. Clara disparó, y el eco del arma resonó en el silencio de la plaza. Uno tras otro, los miembros de La Sangre caían, pero por cada uno que caía, dos más surgían. El rojo del cielo se intensificó, como si la propia naturaleza se regocijara en el derramamiento de sangre.
En un último esfuerzo, Clara hizo lo impensable. Se arrojó hacia el profeta, desatando una furia contenida que la había consumido durante tanto tiempo. La lucha fue feroz, y en un instante de pura desesperación, logró clavarle un fragmento de metal oxidado en el corazón.
El profeta cayó, y con él, la locura que había enardecido a sus seguidores. Pero en ese momento, el cielo se tornó aún más rojo, y un temblor recorrió la tierra. Clara, agotada y cubierta de sangre, comprendió que su victoria había llegado demasiado tarde. El sacrificio y la locura ya habían desatado fuerzas que no podían ser contenidas.
En el último amanecer carmesí, la tierra se desgarró, y un grito ensordecedor resonó en el aire. Clara, aún de pie entre las ruinas y la locura, se dio cuenta de que el verdadero terror no radicaba en el fin de la humanidad, sino en el eco de sus propios errores, que resonarían por la eternidad en el silencio de un mundo teñido de rojo.
