Existía una leyenda susurrada solo por aquellos que se atrevían a aventurarse en las cloacas. No hablaban de una rata cualquiera, sino del Rey Rata, una criatura tan abominable como la oscuridad misma.
Se dice que todo comenzó con un roedor, un animal astuto y hambriento que, en su búsqueda de comida, se adentró en una antigua cripta olvidada bajo el cementerio de San Wenceslao. La cripta no era un lugar de descanso para los muertos, sino la tumba de un alquimista loco, obsesionado con la inmortalidad y los rituales oscuros. En su lecho de muerte, el alquimista, habiendo fracasado en su búsqueda, maldijo la ciudad y todo lo que en ella vivía.
La rata, al alimentarse de los restos de los experimentos del alquimista, no solo se hizo grande y fuerte, sino que también adquirió una conciencia oscura. Su pelaje se volvió tan negro como la noche, sus ojos brillaban con una luz rojiza y su cuerpo, de un tamaño antinatural, emitía un hedor a podredumbre y azufre. Pero la transformación más grotesca y aterradora fue la que la convirtió en el Rey Rata.
El Rey Rata no era una sola criatura, sino una aberración de la naturaleza. Era una masa retorcida de cuerpos de ratas, entrelazados por una cola común y pegados entre sí por una sustancia asquerosa, como una colmena viviente de roedores. Cada rata individual mantenía su propia conciencia, pero estaban esclavizadas a la voluntad única del Rey, una mente maestra que gobernaba con una crueldad sin límites.
Su poder era absoluto sobre las criaturas de su especie. Los roedores de toda Praga, miles y miles de ellos, se convertían en sus sirvientes. Por las noches, emergían de las alcantarillas en silenciosas legiones, aterrorizando a los ciudadanos, robando comida y, según las historias más espantosas, dejando a su paso solo un rastro de destrucción y huesos roídos. Los graneros eran vaciados, las panaderías quedaban en ruinas y las plagas se propagaban como un fuego incontrolable.
Los habitantes de Praga vivían con el constante miedo de ver al Rey Rata. Se contaba que, si lo veías, su horrible forma te dejaría sin aliento, y que sus ojos carmesí te mirarían directamente, robando el brillo de tus ojos para siempre.
Un día, un valiente joven llamado Ondrej, cuyo abuelo había sido el alquimista de la leyenda, decidió poner fin al reinado del terror. Armado con los antiguos diarios de su abuelo, descubrió que la clave para derrotar al Rey Rata no era la fuerza, sino la luz. La criatura, nacida de la oscuridad, temía el resplandor puro. Ondrej, siguiendo las indicaciones de los diarios, forjó un espejo de plata pulida, bendecido con un conjuro ancestral.
Esa noche, cuando las ratas emergieron de las alcantarillas, Ondrej se atrevió a descender a las entrañas de la ciudad. El hedor era insoportable y el sonido de miles de garras pequeñas era ensordecedor. Finalmente, llegó a la guarida del Rey Rata. La criatura, inmensa y espantosa, se contorsionaba en su trono de huesos y desperdicios.
Ondrej levantó el espejo. El Rey Rata, ciego de ira, cargó contra él. Pero en el último instante, Ondrej desvió la criatura, forzándola a mirar su propio reflejo. El espejo de plata, imbuido de luz, no solo mostró la horrible imagen del Rey Rata, sino que también le mostró su propia alma. La criatura se retorció de dolor, emitiendo un chillido que pareció sacudir los cimientos de la ciudad.
Las ratas unidas, al ver su propia naturaleza corrupta reflejada, se dispersaron, arrastrándose y luchando por liberarse unas de otras. La masa viviente se desintegró, dejando solo un montón de cuerpos inanimados. El Rey Rata, al fin vencido, se disolvió en una nube de polvo negro.
Aunque la plaga de ratas de Praga finalmente se desvaneció, la leyenda del Rey Rata perduró. Se dice que, en las noches más oscuras, si te atreves a mirar a las profundidades de las alcantarillas de la antigua ciudad, puedes ver un brillo rojizo. No es la luz del Rey Rata, sino el reflejo de sus ojos, la memoria de una criatura que la ciudad no puede olvidar. Y la moraleja, según los ancianos de Praga, es que la maldad, por muy grande que se vuelva, siempre será vulnerable a la luz de su propia verdad.
