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martes, 16 de septiembre de 2025

El antiguo mal del páramo

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El antiguo mal del páramo

El viento, un lamento gélido y constante, se arrastraba por el páramo, llevando consigo el polvo de siglos muertos. Elías se aferraba a su abrigo, pero el frío no era solo del aire, sino de la historia misma que impregnaba la tierra. Bajo sus botas, el suelo crujía con el gemido de huesos antiguos, la memoria petrificada de incontables vidas extinguidas sin gloria ni lamento. No había árboles, solo sombras fantasmales de rocas y un horizonte que se desdibujaba en una niebla perpetua, una cortina de olvido.


Había llegado al páramo buscando la verdad, no la de los libros, sino la verdad cruda y primordial que las civilizaciones intentan ocultar. La verdad de un mal inmemorial, no encarnado en demonios o espíritus, sino en la esencia misma de la existencia. El mal de la indiferencia cósmica, la crueldad inherente a la supervivencia. Un mal que no castigaba, sino que simplemente era.


Un monolito oscuro, tallado por el tiempo y la erosión, se alzaba en la distancia. No tenía inscripciones, solo una superficie lisa y absorbente que parecía devorar la luz y la esperanza. Elías avanzó hacia él, cada paso una profanación en la tumba de la razón. Sentía una presión inmensa en su cráneo, no dolor, sino la compresión de su propia identidad, aplastada por la magnitud de lo ancestral.


Al llegar al monolito, levantó la mano para tocarlo. No había una fuerza que lo detuviera, ni un aviso sobrenatural. Solo la resonancia de un vacío que lo invadió. Comprendió entonces. El antiguo mal del páramo no era una entidad, sino una revelación. La revelación de que la conciencia humana es una aberración, una fugaz chispa de insignificancia en un universo que nunca la deseó. Que todas las aspiraciones, amores y creaciones eran solo castillos de arena ante la marea implacable del olvido. El terror no provenía de una amenaza externa, sino de la comprensión interna de su propia nulidad. Elías ya no sentía frío; sentía la eternidad sin él.

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