La humedad impregnaba el aire, un aliento frío que no era de esta tierra. Elena permanecía de pie ante la última puerta, no una de madera o metal, sino un portal a la desolación. El pasillo se extendía detrás de ella, un túnel de memoria donde cada desconchón de la pared representaba un fragmento olvidado de su existencia. No había ruidos, solo un silencio opresivo que vibraba en sus huesos, el sonido de la nada.
¿Qué había al otro lado? La curiosidad, un impulso primario y autodestructivo, la había guiado hasta este punto. Había buscado respuestas, no a enigmas triviales, sino a las preguntas fundamentales del ser. ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Hay un significado inherente en este torbellino de carne y conciencia? La puerta no prometía respuestas, sino la certeza de una revelación.
Extendió una mano temblorosa. La madera, fría al tacto, parecía absorber su calidez vital. No era el frío del metal, sino el frío del vacío existencial. Detrás de esa puerta, no imaginaba monstruos de colmillos y garras, sino una verdad tan brutalmente simple que aniquilaría el último vestigio de su cordura. La disolución de la ilusión.
La puerta cedió con un gemido lúgubre, revelando una oscuridad impenetrable. No una oscuridad física, sino la oscuridad de la ausencia absoluta. No había un paisaje, ni una criatura. Solo un vacío que devoraba la luz, el sonido y el propósito. Elena sintió una atracción gravitatoria hacia ese abismo, no una fuerza física, sino la irresistible llamada de la disolución. Comprendió entonces. La última puerta no conducía a un lugar, sino a un estado. El estado de no-ser. El horror no residía en lo que la esperaba, sino en la ineludible comprensión de su propia insignificancia ante la inmensidad indiferente del universo. Abrazó ese vacío, porque al final, era la única verdad persistente.
