El reloj de pared, un artefacto de caoba y latón, golpeó las doce. No era un sonido, sino una fisura en el tiempo. Un eco que no resonaba en el aire, sino en la caja torácica de Gabriel. Se sentó en la cama, la oscuridad no era la ausencia de luz, sino una presencia palpable que le susurraba. La misma voz que había escuchado en su infancia, en la adolescencia, en la plenitud de su vida.
"¿De qué sirve la belleza si se marchita?", susurraba la voz. "¿Qué valor tiene el conocimiento si es una hoja en un océano de ignorancia?" El miedo no era a los fantasmas o a los monstruos, sino al silencio del cosmos. Al hecho de que no había nada más allá de la existencia misma. Que la eternidad era solo una palabra inventada para consolar a los mortales.
Se levantó de la cama, arrastrando los pies hacia el espejo. Su reflejo no era el de un hombre, sino el de una colección de momentos efímeros. Su rostro no era una entidad sólida, sino una superposición de todos los yoes que alguna vez fue: el niño que reía, el joven que soñaba, el adulto que se resignaba. Y ahora, un anciano que se aproximaba al final de la farsa.
El espejo se empañó y una figura se formó en él, no era un demonio, ni un ángel. Era el mismo Gabriel, pero sus ojos estaban vacíos y su boca era una cavidad de huesos. Le extendió una mano, no para atacarlo, sino para abrazarlo. La voz, ahora una legión de susurros, dijo: "Este es tu legado. Una tumba de polvo y olvido. Cada día que vives es un segundo más en el viaje hacia la nada".
Gabriel cerró los ojos y gritó. No un grito de terror, sino de desesperación. Porque entendió. El horror no era a la muerte, sino a la vida que llevaba a ella. A la conciencia de que cada acción, cada pensamiento, era solo un paso más hacia el abismo. La pesadilla de la mortalidad no es la muerte en sí, sino la constante, inexorable y aplastante conciencia de que se acerca.
