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martes, 16 de septiembre de 2025

Locura divina

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Locura divina

El cielo se había roto. No en pedazos de vidrio, sino en un sangrado de luz y oscuridad. Desde lo alto, una luz blanca, cegadora se derramaba sobre la ciudad, no como una bendición, sino como un ácido purificador que borraba los colores, los sonidos y las esperanzas. Los edificios no se caían, se deshacían en un polvo pálido, materia que se desprendía de la forma. Las calles no tenían vida, tenían un silencio ensordecedor, la ausencia de un futuro.


El viento, un aliento frío y sin aire, llevaba consigo fragmentos de una voz que nadie podía entender. No era un idioma humano, era el lenguaje de la disolución, una canción de la vacuidad. Los ojos de la gente, abiertos, no reflejaban terror, sino una aceptación catatónica, una comprensión final de que todo lo que alguna vez creyeron real era una mentira de la conciencia.


Aquellos que miraron la luz directamente, no se quemaron, sino que se volvieron transparentes, sus almas expuestas como diagramas de anatomía existencial. En sus ojos se leía la agonía de entender, la visión de una realidad sin forma, una verdad que no se podía contener en la mente. Un horror puro, no de un monstruo, sino de la idea de que el universo es una mente enferma, y nosotros solo un síntoma.


La locura divina no era una maldición, sino una revelación. La comprensión de que Dios no estaba ausente, sino que era una entidad de caos y sinrazón, una voluntad sin moral, un pensamiento sin orden. Y en su final, blanco y silencioso, la humanidad ya no existía para pecar, ni para ser perdonada. Solo para ser un eco de la risa de un dios que se había vuelto loco.

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