La noche se extendía como un manto de obsidiana, un velo espeso que la luz de las estrellas no osaba perforar. Desde los abismos de la anti-creación, cabalgaba el Caballero de la Perdición, no sobre un corcel de carne, sino sobre una montura de sombras solidificadas y voluntad inquebrantable. Su armadura, forjada con el metal de la desesperanza y adornada con los cráneos de dioses olvidados, reflejaba un negro más profundo que la misma ausencia de luz. En su mano, una espada de ébano, no de filo mortal, sino de aniquilación existencial, cada golpe un corte en el tejido de la realidad.
No venía para conquistar reinos mortales, ni para derrocar tronos de hombres. Su misión era de una magnitud cósmica y terrible: la disolución de los mitos, la erradicación de las leyendas. Él era el heraldo de la no-existencia, la encarnación del olvido. Los titanes primigenios, que dormían bajo las montañas milenarias, se removían inquietos en su letargo, sintiendo la aproximación de su némesis. Los dioses antiguos, encadenados en las dimensiones oníricas, temblaban en sus prisiones, conscientes de que su tiempo como ficciones llegaba a su fin.
A su paso, los ciclos del tiempo se rompían. Los héroes legendarios eran borrados de la memoria colectiva, sus gestas épicas reducidas a polvo de estrellas. Las profecías se deshilachaban, sus versos vacíos de significado. La esperanza, ese frágil cimiento de la civilización, se congelaba y se hacía añicos. El Caballero de la Perdición no hablaba; su presencia era una afirmación final: que toda narrativa, todo propósito, toda fe, era solo un engaño efímero ante la verdad implacable de la vacuidad primordial. Su llegada no traía el fin, sino la revelación de que el fin siempre había sido. Y en su estela, solo quedaba el silencio absoluto, el universo despojado de sus cuentos, una existencia desnudada de su sentido.
