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martes, 16 de septiembre de 2025

La elegía de la decadencia

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La elegía de la decadencia

La luz de la luna, una leche fría y pálida, se derramaba sobre las ruinas, bañando los esqueletos de piedra y a la figura melancólica que los presidía. Ella, un espectro de la belleza con la piel de mármol y un cabello que se enredaba como raíces de un árbol ancestral, se sentaba en un trono de olvido. No había vida en sus ojos, solo la memoria de un tiempo que ya no existía. A sus pies, la tierra era un osario de sueños rotos, una colección de huesos que alguna vez fueron la estructura de la ambición humana.


Los muertos, sus súbditos silenciosos, se arrastraban hacia ella. No buscaban consuelo, ni resurrección, solo un reconocimiento de su estado. Eran los guardianes de la decadencia, los proselitistas del olvido. Uno de ellos le ofrecía un cráneo, un receptáculo vacío de pensamientos y pasiones, la prueba irrefutable de la futilidad. Otro, en un gesto de adoración macabra, le presentaba un fémur, un pilar de la existencia que se había convertido en un hueso sin propósito.


Ella, la reina de las ruinas, no sonreía. Su semblante pálido era un espejo de la soledad de un universo que había dejado de cuidar. Entendía la elegía de los muertos, el canto sin sonido de que la civilización es un castillo de arena y que la inmortalidad es una quimera. El horror no era la putrefacción o la muerte, sino la comprensión de que toda creación es solo un breve interludio antes del retorno inevitable a la nada. Y allí, bajo la luna indiferente, ella reinaba sobre el único reino que perdura: el reino de la decadencia.

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