La luna carmesí, una herida abierta en el cielo nocturno, derramaba su luz enferma sobre la antigua ciudad de Muros de Piedra, un bastión de la fe que ahora se desmoronaba. El eco de los aullidos no era de desesperación, sino de furia sagrada, un canto de guerra que anunciaba la llegada de lo inevitable. Elías, el último de los licántropos sagrados, se interpuso entre la horda de la aniquilación y lo que quedaba de su mundo. Su pelaje, un lienzo de cenizas y sombras, se erizaba con la energía del final.
Los dioses antiguos, aquellos que habían prometido proteger a su pueblo, habían abandonado sus altares, sus imágenes de mármol ahora solo cascarones vacíos. La serpiente del caos, una entidad de maldad primigenia que dormía en el núcleo de la existencia, se despertaba, sus escamas de anti-materia brillando con la luz de mundos devorados. No se movía, su simple presencia era una fuerza de disolución.
Elías, con un rugido que hizo temblar el suelo, se lanzó. No para vencer, no para sobrevivir, sino para ganar tiempo. Su cuerpo de lobo, una máquina de guerra de colmillos y garras, atacaba la manifestación física de la entropía. Sabía que era un acto fútil, una danza del destino cuyo resultado ya estaba escrito. Pero el horror no estaba en el fin del mundo, sino en la aceptación pasiva de ese fin.
Con un último grito de desafío, Elías se lanzó contra la boca del caos, un vórtice de vacío. Su sacrificio no salvaría al mundo, no detendría el devorador de la realidad, pero su acto de rebeldía sería un grito eterno en la memoria del universo. El último acto de desafío no era una victoria contra la oscuridad, sino la prueba final de que la conciencia, incluso en su final, se niega a arrodillarse ante la nada. Y en ese acto de voluntad, en ese fuego de la desesperación, Elías se convirtió en la última leyenda de la humanidad.
