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sábado, 20 de septiembre de 2025

El guardián alado

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El guardián alado

La sombra no era una ausencia de luz, sino una presencia materializada que se arrastraba por las paredes de la cámara de piedra. En su centro, sobre un pedestal de mármol negro, se alzaba el Guardián Alado. No era una estatua, sino una entidad petrificada por el tiempo, con plumas doradas que parecían goteantes de metal líquido y un rostro de cuervo que proyectaba una amenaza inmemorial. Sus ojos, dos gemas opacas, contenían la memoria de eras extinguidas, el conocimiento de lo que fue y lo que nunca más será.


Vestido con un ropaje carmesí que parecía sangrar la luz, apoyaba sus garras en una espada de oro pálido. No era un arma para la batalla, sino un símbolo de autoridad cósmica, un instrumento de juicio inmutable. Los aires viciados de la cámara no eran el resultado de la falta de ventilación, sino el aliento concentrado de miles de años de desesperación, la esencia de las oraciones sin respuesta. El silencio no era la ausencia de sonido, sino la presencia aplastante de la eternidad.


Nadie sabía qué custodiaba, ni por qué. Algunos decían que era el portal a otros planos, otros, que era la prisión de la verdad última. Pero aquellos que se atrevían a entrar en la cámara, aquellos que se enfrentaban a la mirada del Guardián, no encontraban respuestas, sino la realidad despojada de sus velos. El horror no era una criatura que atacara con garras o dientes. Era la comprensión de que el universo era un mecanismo indiferente, y que la existencia humana era una anomalía insignificante. Y el Guardián Alado, con su silente majestuosidad, era el implacable recordatorio de esa terrible y final verdad.

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