La calle desierta no era el resultado de un toque de queda, sino de una conciencia universal de lo inminente. Gabriel, con las manos temblando en los bolsillos de su abrigo, caminaba bajo el cielo de medianoche, un firmamento sin estrellas, un manto de olvido que se extendía hasta donde la vista no alcanzaba. La gravedad, ese ancla invisible que lo ataba a la tierra, no era solo una fuerza física, sino el peso de la existencia misma, un yugo de insignificancia que lo oprimía.
No había voces en el aire, ni el eco de pasos; solo el silencio ensordecedor de la vacuidad. La verdad no llegó como una revelación celestial, sino como una compresión aplastante en el pecho. La humanidad, con toda su arrogancia de pensamiento y emoción, no era más que una anomalía efímera, una motita de polvo cósmico que se aferraba a la superficie de un planeta que giraba en la indiferencia del universo.
Gabriel se detuvo ante una vitrina de tienda, observando su reflejo borroso. No se veía a sí mismo, sino un contorno sin rostro, una forma que se desvanecía en la profundidad de la oscuridad. El horror no provenía de una criatura con colmillos o garras, sino de la terrible y fría comprensión de que su vida, sus alegrías y sus penas, no tenían ningún significado intrínseco. Que el gran reloj del cosmos seguiría funcionando con o sin él. La tragedia no era la muerte, sino la realización de que su vida no había sido más que un breve y sin sentido parpadeo en el vastísimo lienzo de la nada. Y ese peso insoportable, el peso de la existencia, era la condena final y verdadera.
