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domingo, 21 de septiembre de 2025

La ilusión de la diversión

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La ilusión de la diversión

El carnaval no se levantó, sino que brotó de la tierra mojada, sus luces de neón sangrando contra un cielo del color de la bilis. No había música, sino una cacofonía de risas huecas que se retorcían en el aire, tonos distorsionados que no invitaban a la alegría, sino a la locura. Las carpas, pabellones de tela descolorida, se movían como seres vivos en el viento rancio, sus sombras danzando al compás de un ritmo invisible.


Los rostros de los asistentes no mostraban diversión, sino una máscara de éxtasis forzado, una sonrisa dibujada que no alcanzaba los ojos vacíos. Los payasos, con sus caras de yeso agrietado y sus risas estridentes, no ofrecían globos, sino globos oculares palpitantes en sus manos enguantadas. Las atracciones, oxidadas y chirriantes, no prometían adrenalina, sino un viaje hacia la desesperación, un descenso a la náusea del ser.


Detrás de la casa de los espejos, donde la realidad se fragmentaba en mil mentiras, Elías observaba. Las imágenes distorsionadas no eran divertidas; eran reflejos de un alma rota, caricaturas de la cordura. El algodón de azúcar, dulce y pegajoso, no calmaba el apetito, sino que se derretía en la boca como una ilusión vacía, dejando un sabor amargo a podredumbre.


Elías comprendió entonces. El carnaval no era un lugar de entretenimiento, sino un monumento a la futilidad. La ilusión de la diversión no era el engaño de las atracciones, sino la creencia de que la alegría era algo tangible, algo que se podía comprar o experimentar. El horror no era la monstruosidad de los payasos o la amenaza de las atracciones, sino la realización de que toda felicidad era efímera, un engaño para ocultar el vacío inherente a la existencia. Y en medio de esa farsa macabra, Elías sintió la verdadera pesadilla: la vacuidad en el corazón de la diversión.

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