La puerta de la escuela, un armatoste de madera agrietada y pintura descascarada, chirrió al ceder. Un hedor a polvo y olvido llenó el aire, un olor a promesas rotas y risas muertas. Daniel se adentró en el patio, un lugar que, en su memoria, era un paraíso de juegos y amistades. Ahora era un desierto de concreto agrietado, un escenario de recuerdos fantasmas. El sol de la tarde luchaba por penetrar la neblina densa que se había asentado sobre el lugar, proyectando sombras deformes que se alargaban y se encogían como seres vivos.
Se acercó al centro, donde el reloj de sol roto marcaba una hora inexistente. La tiza de un dibujo de rayuela se había desvanecido hasta ser un pálido espectro, un eco de la inocencia perdida. No había sonido de niños, ni el frenesí de un partido de fútbol. Solo un silencio total, un vacío que se sentía más pesado que el plomo. Daniel se dio cuenta de que no estaba solo. Las sombras, que antes se movían al capricho del viento, ahora tenían una intención, una malignidad palpable.
De las grietas del suelo, de las paredes desmoronadas, emergieron figuras sin rostro, siluetas de niños que se movían con pasos erráticos y antinaturales. No había ojos, solo cavidades vacías que parecían observarlo todo. Uno de ellos levantó una mano y, con un gesto lento y macabro, señaló hacia la puerta de salida, que ahora estaba cerrada. El pánico frío se apoderó de Daniel. El horror no estaba en el aspecto de las figuras, sino en la realización de que no querían hacerle daño. Querían que se quedara. Para unirse a su juego sin fin, para convertirse en una sombra más en el cortejo de los muertos. El antiguo patio de la escuela no era un lugar para los vivos, sino una prisión para los que se negaban a dejar de ser niños.
