El aire se hizo pesado y pútrido, un aliento espeso de tierra removida y carne en descomposición. Sobre la neblina verdosa del camposanto, la figura de la Horda se materializó, no como espectros, sino con una realidad grotesca que desafiaba a la razón. Eran la marea irrefrenable de lo que la civilización había querido borrar, la deuda cárnica que el mundo había rehusado pagar.
En el centro de la vorágine, un ser se erguía con una frialdad marmórea, un general cadavérico de piel tensa y verde esmeralda, sus alas de cuero negro y desgarrado plegándose como un estandarte de ultratumba. Sus ojos, gemas heladas, no reflejaban vida, sino una inteligencia antigua y cruel, el motor inmóvil de la resurrección.
A su alrededor, la multitud de los reanimados era un caos de extremidades huesudas y rostros desfigurados. Sus bocas, agujeros de avidez, se abrían en un clamor mudo y ensordecedor, una sinfonía de la necesidad que hacía vibrar el suelo bajo mis pies. La mujer en primer plano, con su belleza profanada y su expresión de horror petrificado, era un ancla trágica en la oleada de lo indecible.
No eran criaturas que se movieran con lentitud; su avance era una marcha implacable, un alud de desesperación que venía a reclamar la luz. Cada uno era un eco ambulante de un final violento, una prueba tangible de que la muerte era solo una puerta de retorno para aquellos que la oscuridad elegía. Ante el poder innegable de aquel ejército de la noche, solo quedaba la certeza helada de que el pasado no se entierra; solo se espera el retorno de lo olvidado.
