Desde el portal de la penumbra, donde la luz se negaba a entrar, emergió la figura. No caminaba, sino que se deslizaba, una mancha oscura que se coagulaba en la atmósfera gélida de la habitación. Era la silueta de lo inefable, una aberración sin forma clara que solo se definía por la ausencia de luz que la envolvía.
No había ojos, ni boca, solo un vacío insondable donde debería haber un rostro. Sin embargo, sentí una mirada penetrante, una presencia opresiva que perforaba mi ser, hurgando en los recovecos más oscuros de mi alma. Era la observación de lo primordial, de algo que existía antes del tiempo y la forma, un juez implacable de mi existencia.
El aire se tornó denso y helado, con un aroma metálico que recordaba a la sangre y al óxido. Cada latido de mi corazón retumbaba como un tambor funerario, mientras la quietud absoluta de la habitación era un clamor ensordecedor. No había sonido, pero el frío intenso que emanaba de la sombra era un grito gélido que calaba hasta los huesos.
Intenté moverme, gritar, pero mi cuerpo estaba paralizado por el terror, una estatua de carne y hueso ante el umbral de lo desconocido. La sombra no avanzaba hacia mí, simplemente crecía en su intensidad, expandiendo su dominio de oscuridad hasta que pareció llenar cada centímetro cúbico del espacio. Era un pozo sin fondo que amenazaba con devorarme por completo.
Comprendí entonces que no venía a atacarme, sino a estar. Era el anuncio tácito de un destino inevitable, el heraldo mudo de una calamidad que no podía evitarse. La sombra era el presagio, la manifestación física de una condena que ya estaba escrita. Y mientras me consumía su abismo gélido, supe que había llegado el final sin retorno, envuelto en el silencio absoluto y la oscuridad eterna.
